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Nick: ROPAVIEJA

Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.

 DE PEKíN A MOSCú EN TREN

 Escribe el relato: Juan José Maicas Lamana

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TRANSMONGOLIANO: Un viaje en tren de Pekín a Moscú.

(el sueño se hace realidad)

            Nueve mil kilómetros atravesando parte del desierto del Gobi en China, la estepa de Mongolia, el lago Baikal, la extensa taiga siberiana y los montes Urales hasta la capital rusa, Moscú. Iniciamos el viaje con la ilusión de poder cumplir por fin nuestro proyecto de realizar esta aventura a través del Transmongoliano. Una auténtico desafío desde su organización hasta el final del viaje.

Partimos con la ilusión, de dejar atrás por unas semanas nuestro país y de abandonar la ola de calor que lo está aplastando.

Por otro lado, en el mundo acaba de nacer otra guerra, auspiciada por los de siempre, Israel está destruyendo el Líbano por tercera o cuarta vez en la historia.

El mundo se hace más difícil. Pero, tiramos de la vida para adelante. Cuando escribo estas líneas, llevo volando casi cuatro horas hacia Pekín, vía Moscú. Despegamos en Barcelona bajo un sol de justicia; la salida se demoró casi una hora. Volábamos con Aeroflot. La aeronave se había convertido en una olla a presión a cusa de las altas temperaturas; el aire acondicionado brillaba por su ausencia. Las protestas arreciaron, hubo algunos intentos de abandonar la nave.

Este viaje ha sido planificado a conciencia. Vamos a recorrer tres países algo complejos en lo tocante a lo burocrático: visados, permisos... En concreto, Mongolia se encuentra en un proceso de apertura hacia los viajeros del resto del mundo, pero siguen siendo estrictos y celosos de su territorio virgen e incontaminado. Rusia y China han recorrido más camino, pero aún continúan las trabas, sobre todo para los viajeros independientes y solitarios.

        Este viaje destaca por los diferentes y tan dispares paisajes que vamos a recorrer, desiertos, tundras, bosques, lagos, estepas y montañas; así como un sinfín de culturas y pueblos. A destacar el mongol, los descendientes del mayor imperio jamás conocido, Genghis Kan fue el padre de ese mundo inabarcable, conquistado por la fuerza, también con la sabiduría. Cabalgando sobre miles de caballos; aún hoy en día no se puede entender un mongol sin su correspondiente equino.

Nuestra llegada y posterior entrada en Pekín se desarrollo sin incidentes, si consideramos normal traspasar con éxito todos y cada uno de los requisitos y controles a los que hay que someterse. Después de visitar un barrio de callejuelas con un triciclo (uno pedalea y dos o tres van sentados en el carrito de atrás), nos dirigimos a la plaza de Tiananmen y a la Ciudad Prohibida, alcanzamos estos lugares con un taxi ya que resulta económico, sin embargo en los triciclos la picaresca florece a cada momento, después de pactar un precio, al final resulta otro más elevado, entonces surge el conflicto. No esperábamos menos de la grandiosidad de esta plaza y todos los edificios y museos que la circundan. Es domingo y la visitan miles de chinos. Estoy bastante sorprendido porque apenas veo turistas extranjeros apenas diez o doce, me he entretenido en contarlos.

Aquí manda el turismo nacional. Mi intención era seguir visitando el Pekín viejo, sus hutong, zonas que están desapareciendo paulatinamente para dar paso a grandes avenidas y gigantescos edificios hoteleros y financieros. Los nuevos, o viejos, caminos que está recorriendo este enorme país. Pero una tormenta acompañada de abundante agua inundó mis planes. Con esa espesa cortina de lluvia no se puede callejear. Una cosa tan sencilla como tomar un taxi para regresar al hotel se convierte en una aventura, algunos no se paran y la taxista que lo hizo me expulso a cajas destempladas de su vehículo, sin parar de hablarme en chino, no entendía nada, ni el idioma ni el porque de su negativa a llevarme al hotel, después de haberle entregado la dirección escrita en chino. Un segundo chofer me condujo hasta el hotel no sin antes dar un rodeo para hacer más elevaba la cifra del taxímetro.

Tiene que ser muy angustioso, sentirse perdido en esta laberíntica ciudad sin conocerla y sin hablar el idioma de los pequineses. Oscurece sobre las 19 horas y a las 21:30 horas ya estaba metido en la cama.

Amanece muy pronto, me echo a la calle, quiero conocer los patios traseros de las grandes avenidas, sus casas, sus rincones, lugares algo sórdidos, con montones de basura en la que arrojan cal para que no se pudra y despida malos olores. Descubro una plaza en la que unos treinta jubilados practican taichi. Es una buena forma de conocer la ciudad, y que mejor cuando se despierta. Partimos hacia la Muralla China, ésta obra se extiende a lo largo de seis mil kilómetros y tiene una antigüedad de dos mil quinientos años, todas las cifras de esta importante obra son desorbitadas. Subo varios kilómetros. Cientos, miles de escalones a distinta altura, todo un rompepiernas; arriba en las alturas, a pesar de la neblina, el paisaje es único, me encuentro con una coral de franceses cantando en el último tramo. Son momentos difíciles de repetir.

La bajada es angustiosa, autenticas hordas de turistas comienzan a subir, envueltos en un bochorno insufrible y el sudor convertido en una segunda camiseta. Al salir de la visita al mausoleo del emperador más importante de los trece que existen en la ciudad, comienza a llover, aumentando la intensidad del aguacero conforme transcurre el tiempo hasta convertirse en un diluvio. El tráfico es intenso y con la lluvia todo se convierte en un verdadero caos. El bus que nos transporta invierte el doble de tiempo hasta nuestro destino el hotel.

Pekín, no lo voy a descubrir ahora, es un gran centro comercial y económico, y sede de numerosas empresas transnacionales; las interminables avenidas albergan edificios de gran altura con arquitectura moderna.

Son las 5:30 horas de la mañana y ya estoy saboreando las callejuelas pequinesas, sus olores, sus gentes, sus miserias, sus habitáculos. En una plaza, un grupo hace gimnasia, otros ciudadanos pasean sus perros pequineses, otros caminan hacia atrás, me gustaría saber el porqué. Y cientos de ellos pasean o abarrotan los autobuses camino de sus trabajos.

        La luz es distinta a todos los sitios; está nublado, como casi siempre, pero la temperatura no es fría; poco a poco se ira calentando hasta el extremo. La adaptación ha sido perfecta respecto a los horarios, comidas... y, no estoy especialmente cansado.

La ciudad me resulta inabarcable y tengo que ir seleccionando los lugares que quiero visitar. Me he marcado para hoy dos obligaciones: visitar el templo del Cielo y el de los Lamas, muy distintos entre sí. El primero me recordaba momentos vividos años atrás en la India cuando recorrí, casi con la boca abierta, el templo de los Sig. La luminosidad, los distintos colores, la majestuosidad desbordada. Casi todo guardaba alguna relación. El de los Lamas alberga en su interior el Buda más grande del mundo, dieciocho metros de altura, sigue la competición.

La religiosidad, la espiritualidad no sé como llamarla está presente en todos los rincones. El Templo está invadido por cientos de coreanos budistas quemando incienso antes de penetrar en los diferentes templetes, con un Buda de distinto tamaño cada uno. Me encontré a un grupo de españoles con un niño chino por pareja, acababan de adoptarlos. Ya sabemos que China “produce y exporta” bebés a medio mundo, al mundo desarrollado y opulento, pero escaso en niños.

El siguiente objetivo era introducirnos en los hutong, callejones que se asemejan a los barrios viejos de nuestras ciudades. La actual política urbanística está favoreciendo la desaparición de estos espacios, una auténtica pena, porque ahí está el verdadero Pequín, el auténtico, la vieja y entrañable ciudad. El expansionismo salvaje ha puesto la mira en las olimpiadas de 2008. Se trata de eliminar lo viejo, lo “sucio” y dejar paso a las grandes avenidas con sus interminables rascacielos. Una gran urbe moderna en el que el coche se convierta en rey, y la bicicleta sea una pieza de museo.

En ellos pasé casi nueve horas; allí comí, bebí, charle, compré, me reí; una experiencia difícil de olvidar, muy rica en vivencias, antes de llegar a los hutong había tomado un taxi, estaba comenzando a llover, el chofer no conocía muy bien el lugar que le había indicado en el mapa, y después de una hora en el vehículo(el conductor va encerrado en una jaula para evitar agresiones y atracos), me dejó tirado en un cruce de calles. Para llegar a mi destino tuve que preguntar en un mal inglés a otros ciudadanos que sólo se expresaban en chino. Este incidente hizo que pudiera conocer calles y lugares que nunca habría visto. Todas las situaciones negativas tienen su lado positivo, y al revés claro.

El choque cultural con el país es muy fuerte. Quiero adelantar algunas observaciones: China tiene una población de casi mil trescientos millones. La juventud es mayoritaria, sus calles están llenas de jóvenes. China en unos años se convertirá en la primera potencia del mundo, sin duda. En lo económico están abarcando lo indecible, comprando e invirtiendo en todo el mundo, sin muchos aspavientos, luego veremos los resultados.

            Han adoptado la economía mixta, una mezcla del capitalismo de libre mercado y el socialismo. Aunque en lo político domina el sistema socialista.

Quiero volver a mi agradable encuentro con los callejones, porque ese es el modelo de ciudad que defiendo, que me atrae, el contacto físico con tus vecinos, la peluquería y la frutería debajo de tu casa y el pequeño y humilde hotel al lado, los bares y cafeterías animadas a todas horas con sus precios populares, la pequeña tienda en la que encuentras de todo. Muchas de las viviendas no disponen de servicio o baño, así que el gobierno local ha construido cada pocos metros instalaciones de este tipo para el uso colectivo.

Estoy cansado y debo dirigirme a descansar. Son las veintiuna horas y ya hace dos que oscureció. La tristeza se adueña de mí por tener que abandonar estos lugares tan entrañables donde verdaderamente he sido feliz. Mañana debo levantarme muy temprano pues a las siete de la mañana debo abordar el Transmongoliano, no, no es un barco, es un tren y otras muchas cosas a la vez. Para un extranjero resulta complicado centrarse en las estaciones ferroviarias, encontrar el correspondiente anden no es nada sencillo; las indicaciones están en chino. No es nada difícil subir a un tren y aparecer horas después en otro país o en cualquier otro lugar a cientos de kilómetros de tu destino. Los horarios de comidas del tren son intempestivos: sobre las once se come y a las diecisiete horas se cena, sólo esto nos puede dar una idea.

Se está cumpliendo mi proyecto de viajar en el Transmongoliano, en algún momento tengo dudas, es como si estuviera soñando.

Los paisajes que adivino a través de la ventanilla, me resultan desconocidos, cuando escribo estas líneas llevo casi doce horas en el tren. Aún falta bastante para penetrar en el desierto del Gobi, camino de Mongolia. Son las seis treinta de la mañana. Hasta bien entrada la noche no pararon de darnos impresos para rellenar y entregar en la frontera, una burocracia excesiva, abusiva, eso me parecía a mí. En unas ocasiones son los funcionarios de aduanas, en otras, la policía, ayudándose de linternas miran hasta debajo de los asientos para controlar que no pase nadie sin papeles, sin pasaporte... cerca de la frontera tuvimos que bajar del tren para levantar el vagón y cambiar las ruedas a otro ancho de vía, a la medida de Mongolia.

        Llevamos recorrido una parte del desierto del Gobi y ya comienzo a divisar caballos, y los típicos ger, las tiendas de lona donde viven los nómadas.

El desierto va cambiando de aspecto, unas veces está completamente árido, otras lo cubre una fina capa de hierba, y de cuando en cuando una laguna que va recogiendo el agua de lluvia. Las ventanillas tiene que ir completamente cerradas, aún así se cuela la arena, rebozándolo todo de un polvo blanco.

Me vienen recuerdos de hace unos meses, cenando en Zaragoza con Gerardo Olivares, un gran enamorado de Mongolia. Ha recorrido más de cien países, realizando películas y documentales para la TV y el cine. Mongolia le tiene enganchado y vuelve cada vez que la vida se lo permite, como un ave migratoria.

Del desierto hemos pasado a la estepa, un terreno más dulcificado, con más vegetación, también han aparecido los caballos, algunas gacelas y numerosos rebaños de ovejas, vacas...

        Pequeñas poblaciones van salpicando el terreno. No falta mucho para llegar a la capital: Ulan Bator.

La ansiada llegada a Ulan Bator se produce en medio de la lluvia, una ciudad extraña, con algunos encantos, no muchos la verdad; pequeña, con mucho tráfico y escasas calles pavimentadas. La capital de Mongolia no tiene nada que ver con el resto del país, sumido en un total subdesarrollo, agravado a raíz de la descomposición de la URSS.

Mongolia cuenta actualmente con casi cuatro millones de habitantes, en la emigración existen casi dos millones. Los recursos naturales son muchos e importantes, sobre todo las explotaciones mineras, pero como consecuencia de la retirada de la Unión Soviética, la tecnología dejo de llegar a las industrias y tuvieron que ser abandonadas. Visito un par de museos y un monasterio budista, doctrina muy seguida en el país. En la época de los soviets, los budistas y los Lamas, que aquí son seguidores de la línea tibetana, fueron perseguidos.

Humildes barriadas compuestas de gers rodean la ciudad. Acaba de amanecer y ya estoy sentado en una furgoneta rusa en dirección al desierto del Gobi a convivir con los nómadas.

Los primeros kilómetros están asfaltados, pero luego la carretera se convierte en un infierno, una irregular pista sembrada de baches y barro. Invierto casi seis horas para recorrer menos de trescientos kilómetros, Mongolia apenas tiene dos mil asfaltados. Pequeños núcleos de dos o tres gers se diseminan por la estepa. Sus habitantes pastorean rebaños de ganado ovino, caballos, camellos y yacks. No existe la agricultura, el nomadismo está en contradicción con esta actividad sedentaria, actualmente existe un millón y medio de nómadas.

Al fin llego al campamento de gers. Un lugar idílico entre montañas de poca altura. Los caballos están por todas partes. Realizó una pequeña incursión a unos pocos kilómetros para visitar un pequeño monasterio, justo cuando se desencadena una fuerte tormenta, debo refugiarme en su interior, el olor a manteca de yack quemada es insoportable. Temo que la pista se convierta en un pequeño río y así sucede. Aunque la vuelta no resulta demasiado arriesgada. Toda la noche se la pasa lloviendo, así está la pradera, parece una alfombra verde. Amanece un nuevo día con un nuevo objetivo el Karakorum la antigua capital de Mongolia en la época de Genghis Khan.

Una ciudad amurallada con algunos edificios reconstruidos, un monasterio donde puedo ver a los monjes en un ritual budista, muy extraño para cualquier persona desconocedora de esta doctrina; detrás, varios monjes muy jóvenes practican la lucha mongola, algo parecido al sumo japonés. La siguiente etapa consiste en recorrer la segunda ciudad de Mongolia, no se merece este nombre, las calles están sin asfaltar, con parcelas delimitadas con carcomidas vallas de madera podrida, dentro hay algunos gers, o cabañas de madera descolorida y tejados de chapa; también, hay rebaños formados por distintos animales. En la “ciudad” me animo a entrar en un mercadillo con todo tipo de objetos, y algunos alimentos, donde compran los ciudadanos: Las pequeñas tiendas son contenedores metálicos para transportar mercancías; éste segundo uso es muy frecuente, también se pueden reconvertir en viviendas.

Me llevo una sorpresa al subir una colina para conocer más de cerca un monumento a Genghis Khan; en el otro lado de la loma aparece un desmedido valle, con un río dividido en varios brazos, la estepa y los distintos colores del verde ofrecen un espectáculo único. Nadie me había dicho que semejante lugar se encontraba ahí, delante de mis narices.

No hay países mejores ni peores, sólo diferentes y Mongolia marca diferencias con el resto. Cuatro veces más grande que España es la nación menos poblada del mundo. La naturaleza ha sabido ser generosa con esta parte del mundo. En todo esto veo algo negativo, el país se encuentra entre dos gigantes, Rusia y China que pueden estar asfixiándola, Mongolia no es autosuficiente y depende de muchos. Al atardecer subo a un monte, unos mil quinientos metros con el fin de poder abarcar con la vista lo máximo que me permita. La estepa es interminable, delimitada por pequeñas montañas puntiagudas. La luz ha cambiado a consecuencia de la puesta de sol. La vuelta al campamento la realizó montado en un caballo mongol, estos animales son fuertes y con las patas cortas por lo que su estatura es baja. Los mongoles invadieron medio mundo cabalgando sobre estos incansables caballos. Casi llego tarde a la cena, y no era para perdérsela, han matado y cocinado un cordero tal y como lo hacen los nómadas, éste es uno de los alimentos básicos del país. Hoy no llueve y por la noche se puede admirar el cielo repleto de estrellas, la falta de nubes y contaminación lumínica hace posible esto. Regreso a Ulan Bator (héroe rojo); haciendo una parada para fotografiar unas dunas, es una pequeña penetración que hace el Gobi en la estepa. Mongolia antes de pertenecer a la URSS, casi era un país feudal. Un tercio de sus hombres eran monjes budistas dedicados a la vida contemplativa, un ejército de vagos y perezosos viviendo a costa del resto de la población, ésta situación era similar a lo que sucedía en el Tibet. Una clase privilegiada y dominante negando los derechos humanos, esclavizando a la población bajo la coartada de la religión. Los rusos al igual que los chinos en el Tibet acabaron con esta inhumana situación, ahora los monjes y Lamas tienen que vivir practicando la limosneria, para poder seguir viviendo con los brazos cruzados, viendo pasar el mundo con una total falta de dignidad, de vez en cuando les llega un cheque del gobierno de los EEUU, incluso de la ONU, la tan desprestigiada e incapaz ONU.

Tengo que pasar varias horas en el minibús antes de llegar a la capital. A través de mi ventanilla se sucede la vida cotidiana de estos hospitalarios ciudadanos dedicados al cuidado de sus animales, o cabalgando incansablemente por la estepa, compitiendo con los pocos vehículos que circulan por la maltrecha carretera, aunque en esta ocasión, asfaltada.

        Con menos de cuatro millones de habitantes, ya lo apunté antes, el país alberga a más de treinta millones de cabezas de ganado, por lo que además de ser autosuficiente, exporta carne a otros países.

Un recorrido por la ciudad que comienza con el alumbrado funcionando y cierta animación se va convirtiendo en un acto inseguro; los escaparates se apagan, la gente se retira, la oscuridad se apodera de las calles. No desconozco que Ulan Bator es una ciudad insegura, hasta aquí han llegado los delincuentes del país, donde están los turistas y el dinero, lógico.

        Los transeúntes se muestran indiferentes ante la presencia de extranjeros, pero cuando inicias una conversación con alguien se entregan por completo, entonces comienza el juego de los signos, el lenguaje internacional.

Antes de meterme en la cama debo realizar la colada, no me queda ya ropa limpia. Lo primero que hago en este nuevo día es visitar el templo budista más importante de Mongolia. El Buda que lo preside mide veinticinco metros, parece que si existe una competición para tener la estatua más grande. Justo al lado, se encuentra uno de los numerosos barrios de gers: son zonas deprimidas; la marginación está presente en cada rincón, pero necesito conocer este mundo, siempre me sucede esto. Tomo contacto con sus pobladores, sobre todo con los niños. Al principio se muestran tímidos pero luego te enseñan su mejor sonrisa, incluso entro en un una de las viviendas compuestas por un ger y una cabaña de madera al lado, y todo rodeado por una valla alta del mismo material. Las calles, sin asfaltar están llenas de barro y las aguas fecales corren por pequeños riachuelos. Intento plasmar todo en mí cámara fotográfica.

Las restantes horas del día las utilizó en realizar compras de cosas que ya necesito. Lo que voy a narrar a continuación por mucho que me esmere no conseguiré describirlo con la exactitud y minuciosidad que requiere. Desde que llegué, perseguía que me aplicarán un masaje al estilo mongol. De forma accidental me topé con el lugar que me habían recomendado el día anterior. En el primer piso de un edificio me reciben cuatro o cinco chicas de unos dieciséis, diecisiete años. La instalación me resulta agradable y limpia. Enseguida estoy tumbado sobre una colchoneta completamente desnudo. Las hábiles manos de la masajista van recorriendo cada rincón de mi cuerpo ajetreado, cansado por la voracidad del viaje, estoy a punto de dormirme; contribuye a esto la música relajante que revolotea por la cálida e iluminada habitación. La placidez, la sensualidad lo rodea todo. Se ha creado un momento que difícilmente se puede mejorar, un momento que dura casi dos horas, no me hubiera importado que se hubiera alargado en la eternidad. Mi masajista se entrega a fondo, arrastrando impurezas, agujetas. Toda la energía negativa se la lleva con sus manos. Una película de aceite cubre mi piel. Con minuciosidad la elimina sirviéndose de unas toallas calientes. Mi pequeño paraíso se desvanece, debo marcharme. Esa noche consigo dormir ocho horas de un tirón. Al mediodía sale de nuevo mi tren hacía Irkutsk, la ciudad rusa, capital de Siberia y situada junto al lago Baikal. Este trayecto tiene duración de veinticuatro horas.

El viaje se va transformando, cambiando, está sufriendo una mutación. Me gustaría comentar algo sobre la gastronomía, pues no me ha supuesto un esfuerzo especial adaptarme a las comidas, salvo dos excepciones, algunas carnes, alimento excesivo en Mongolia y la leche de yegua fermentada; en la estepa visité una familia nómada en su ger, y siempre su primera acción es ofrecer este tipo de leche al visitante. Nunca se debe hacer esto, porque va contra su hospitalidad pero tuve que rechazarla; mi estómago reacciona violentamente en cuanto nota la presencia de este alimento.

Voy tumbado en una litera dentro del compartimiento para cuatro personas. El tren lleva parado veinte minutos, desconozco el porqué, el calor es insoportable y eso que estamos atravesando una zona montañosa, son los preliminares de la ya próxima taiga. Los gers y los caballos ya no se ven. En el tren viene un pasajero que me narra una historia que le sucedió hace años cuando cruzó Mongolia y su desierto: el Gobi, en una moto rusa. Cierto día se le hizo de noche y el frío comenzó a actuar, en invierno se puede alcanzar hasta los 50º bajo cero; un pastor con sus camellos pasaba algo lejos de él, le gritó, ya tenía principios de congelación, el nómada lo llevó a su ger y allí lo tuvo quince días hasta que se recuperó; algunos años más tarde este intrépido viajero regresó al lugar y no paró hasta encontrar a su salvador para agradecérselo como se merecía.

Volviendo a la situación actual de Mongolia: este país se sumió en el caos con el desmoronamiento de la URSS. Se puede ver claramente a través de la ventanilla del tren, fábricas en total agonía, estraperlo a bordo: ciudadanos de Mongolia y Rusia pasando mercancía, sobretodo ropa, para venderla en Rusia, el trasiego es continuo, todo, dentro de un griterío descontrolado. Subsistencia, la lucha por la vida, lo de siempre. Traspasar la frontera hacia Mongolia fue una odisea y aquí se hace realidad, aquello de que toda mala situación puede ir a peor.

Debo decir que no le deseo a nadie los momentos que se vivieron a las once de la noche de un primero de agosto encerrados en el tren bajo un calor asfixiante, sin agua ni lugar donde comprarla, rellenando papeles; funcionarios de aduanas, policías con cara de perro y militares sudorosos y malolientes.

Al intentar hacer una foto casi se me llevan detenido, esto sólo tiene un nombre abuso de autoridad. Deberán aprender que con estos pasos no van a favorecer que el flujo de viajeros aumente en este país, que por cierto, se lo merece. La irritabilidad surge entre los viajeros a consecuencia de la intensa calor y las largas horas de encierro en el compartimiento del tren. En algún momento falta poco para romperse la cuerda. Una auténtica paranoia. Se quedan muchas preguntas sin responder y nadie me las va a contestar.

El vaivén del tren hace posible que duerma varias horas sin interrupción. Cuando despierto, me llevo una sorpresa, por la ventanilla sólo se ven abedules, es la taiga, un bosque inmenso pegado al lago Baikal, este lago de agua dulce es el más profundo de la tierra. Este “mar”, así lo llaman los nativos, está creciendo unos dos centímetros al año. Está considerado Patrimonio de la Humanidad y tiene veinticinco millones de años de antigüedad. Recorrer su litoral nos llevaría tres meses. En el centro del lago se encuentra la isla Olkhon, aquí existía una antigua tribu siberiana, y se piensa que ellos fueron los antepasados de los indígenas americanos del norte. Es el depósito de agua dulce mayor del mundo y lugar de vacaciones para miles de personas, una importante fuente de riqueza para Rusia, veo a muchos lugareños pescando, es su medio de vida, me dicen que el pescado es exquisito, esto es una buena noticia, después de tantos días comiendo carne.

La esperada llegada a Irkutsk se produce al fin. Y en unos quince minutos me estoy duchando en un hotel de la antigua organización hotelera Inturist. El río Angara es la carta de presentación de la capital siberiana, nace en el cercano lago Baikal, un curso de agua imponente. La fuerza de la corriente es muy fuerte. Me decido por comer en un barco restaurante anclado en su orilla: una sopa muy sabrosa y un delicioso pescado de la zona.

La impresión que me produce esta ciudad merece un punto y aparte, está limpia y ordenada la Avenida Carlos Marx, y la dedicada a Lenin, el padre de la revolución. Son las arterias principales, y en cada esquina de la ciudad toma presencia el primer problema del país, un auténtico cáncer, el alcoholismo: cientos de jóvenes con una, dos o tres botellas cada uno, apoyados sobre el malecón del río o en el banco de un parque van emborrachándose; dos o tres horas más tarde las peleas y otros incidentes violentos afloran, convirtiendo a esta bella ciudad en algo muy peligroso.

En Siberia existe una enfermedad llamada “al oeste del sol”, que consiste en que sus habitantes se vuelven como locos después de años y años viendo sólo el horizonte miren a donde miren. Un buen día lo dejan todo y se ponen a caminar hacia el horizonte, quieren saber que existe más allá, casi siempre mueren de sed y hambre sin llegar a ningún lugar.

Quiero destacar algo, que se puede aplicar a todo el país, sus mujeres, la belleza es común a todas, pude observarlo por toda la ciudad, muchachas muy jóvenes paseando su raza eslava. En cuestión de precios Rusia esta paralela al resto de Europa, incluso en la zona asiática de esta extensa nación. Los bares son prohibitivos. Los jóvenes que mencionaba antes compran sus cervezas en tiendas normales para luego consumirlas en la calle.

El coste de una comida en un restaurante es prácticamente igual a España. El segundo día de mi estancia en Rusia lo voy a pasar en una dacha (casa de vacaciones), al lado del lago Baikal en Siberia. En este lugar tomo contacto directo con el lago, es una pequeña población de las muchas que existen en sus orillas a lo largo de sus dos mil kilómetros de costa. Muchas de las casas son dedicadas al turismo, sobre todo para los rusos, abundan los albergues, cabañas y dachas, sus segundas residencias.

Hoy es un día especial en el viaje, está previsto realizar una marcha senderista a lo largo de veintidós kilómetros, entre la taiga y la orilla del lago Baikal. Los tártaros dieron el nombre de taiga (tierra del sueño), a este frondoso bosque que ocupa casi toda Siberia compuesto por abedules, pero también abundan los pinos y abetos, entre otros árboles y arbustos. En algunos lugares parece una selva amazónica y hay que abrirse paso con las manos. La marcha a la que me refería antes está siendo dura, algo rompepiernas; hay que atravesar lugares en el que el sendero de herradura va colgado sobre un precipicio, abajo se encuentra el lago, erosionando con sus olas, si he dicho bien, olas en un lago de agua dulce, con su horizonte, como si de un mar se tratará.

        Hago un alto en el camino para darme un baño, el agua no supero los 14º de temperatura, pero elimina las agujetas y el cansancio de forma milagrosa. De cuando en cuando se puede ver a algunas personas en pequeñas calas, instalados con una tienda de campaña y una embarcación, así pasan sus vacaciones. Me topo en el bosque con un campamento compuesto por personas de distintas partes del mundo, Alaska, Rusia, EEUU, España... están reconstruyendo el sendero que rodea el lago, me tomo un té con ellos, su trabajo es muy laborioso, además sólo se puede trabajar en verano, pues en invierno las temperaturas esta entre 40º y 50º bajo cero y el lago se hiela hasta treinta metros de profundidad.

En la guerra ruso-japonesa se instalaron en su superficie líneas ferroviarias para abastecer a la zona. Al terminar el recorrido senderista me instalo en una cabaña de madera, es una más de una pequeña población costera dedicada a la pesca. En invierno se quedan aislados, sólo se puede acceder por el sendero que acabo de recorrer, el lago está congelado y los barcos aprisionados en sus hielos. Enseguida me acuesto, mis pies me lo agradecerán. Este viaje me esta suponiendo un esfuerzo considerable, pero estoy siendo recompensado espléndidamente, está respondiendo a las expectativas que había depositado en él.

He hablado algo de la flora. De la fauna puedo añadir que en el lago existen focas y peces de distintas especies, sobretodo un tipo de ellos casi transparente que vive en aguas muy profundas. Y algo curioso en él habitan millones de cangrejos minúsculos que depuran las aguas, manteniéndolas siempre limpias. En la taiga, aparte de cientos de insectos se puede avistar aves, sobretodo algunas rapaces, también la cabra montesa, el lince y como no, osos.

        La claridad del nuevo día entra sin permiso en mi cabaña a través de un descomunal ventanal que se encuentra enfrente de mi cama, sin cortinas, por cierto la más incomoda que he tenido en el viaje.

Debo tomar un barco dirección Irkutsk. Éste atraviesa una parte del lago y luego penetra por el río Angara en su nacimiento hasta la ciudad, aquí estaré dos días más. Visito el museo de los Decembristas, un movimiento cultural del siglo XIX, contestatario hacia los zares por parte de la burguesía de la época. Me aprovisiono de alimentos para la última etapa del tren hacía Moscú.

Se avecina una tormenta. En unos minutos comienza a llover desesperadamente, aprovecho y me meto en un ciber-café para conectarme en Internet, contesto algunos correos y entro en la página de un periódico español: La guerra Líbano-israelí sigue en aumento, y otra noticia de preocupar, Fidel Castro ha sido hospitalizado por una enfermedad, esto puede ser el principio de otra tormenta como la que se está desarrollando en la calle de esta ciudad siberiana, la misma que me hace volver a mi realidad. Debo proseguir mi camino.

Amanece domingo, me propongo visitar varias iglesias ortodoxas. En una de ellas están de rituales, un servicio, le llaman por aquí. Aunque guarda algunos parecidos con los ritos ceremoniales católicos, lo fundamental cambia. Apenas hay gente joven en el culto. Un recorrido por el cercano mercado central, por cierto, muy colorista y multitudinario, me demuestra los altos precios de los alimentos, en una total desproporción con los salarios, los clientes miran y pasan, pasan y miran, con rostros inexpresivos. En total silencio. En un mismo puesto hay varias vendedoras y según que producto compras debes pagarlo a una u otra vendedora, no te hacen una cuenta única, todo un lío.

Toca despedirse de esta magnifica ciudad siberiana, que tan sólo disfruta de unos pocos meses de luz y sol. Sin tardar mucho ingresaran en un crudo y largo invierno, y todo el mundo a invernar, de ahí viene el nombre de “tierra del sueño” o “tierra dormida”.

            Mi despedida la hago en un barco restaurante anclado en el río Angara. El sol está cayendo en el horizonte; el río pasa junto a mí amenazador, sobrecogedor, en la orilla de enfrente se ven pasar los trenes que parecen interminables por la cantidad de unidades que arrastran. Mañana subiré a uno de ellos camino de Moscú. Una joven camarera me trae una sopa caliente que me tonifica, me ayuda a sobrellevar la humedad y la neblina del río; cerca, dos músicos interpretan una envolvente melodía. Deseo que se pare el tiempo; miro las agujas de mi reloj, quizás algún incontrolado poder mental haga realidad mi sueño. Mi viaje ya ha pasado el ecuador, ya estoy metido totalmente en él.

Aprendo, respiro de todo lo que acontece a mi alrededor. Un revoloteo de gaviotas me sobresalta. Casi es de noche.

        El tren inicia su marcha con puntualidad rusa, voy a estar dentro de él cuatro días, casi cinco mil kilómetros de paisaje, pueblos y ciudades. Es una buena forma de conocer y tomar el pulso a este inmenso país. El ferrocarril va realizando paradas de quince o veinte minutos, suficiente para comprar algo o simplemente romper el hielo con algún lugareño, después, todo es simpatía y amabilidad.

Tumbado en mi litera veo como los abedules, los abetos, y los pinos se suceden por miles, millones. También caudalosos ríos como el Yanisey: importante vía de agua en Siberia. El terreno es llano y abundan los humedales.

El tráfico de trenes es intenso, gran parte del transporte de mercancías se realiza a través de la extensa red ferroviaria rusa. La línea por la que transito está electrificada.

En una parada que efectúa en una importante ciudad, se halla expuesta una máquina de vapor de las que utilizó Lenin y Troski en los años de la propagación revolucionaria, del auge del marxismo.

La adaptación al tren es paulatina, hay que buscar variadas formas de distraerse: leer, escribir, practicar juegos de mesa... y cubrir las necesidades de la mejor manera posible, comer, dormir...

El tren va rompiendo el silencio de los bosques, sobre la hierba se ven ciudadanos felices tumbados y tomando el sol. Sólo realiza paradas en las estaciones importantes, entonces una nube de vendedores se lanzan hacia los viajeros que bajan al anden entumecidos, éstos ofrecen cangrejos cocidos recién pescados del río, fresas, frambuesas y piñas del bosque, helados, comida preparada..., el anden se convierte en un improvisado mercadillo.

           Me doy un paseo por el tren, cuando descubro una nueva clase de vagones, debe ser la tercera categoría, en ellos viajan los rusos apelotonados; por cierto no es aconsejable rechazar una invitación a beber vodka, significaría un desaire.

Estoy aprovechando el tiempo libre para escribir, tengo que buscar en mi maleta, una nueva libreta. En cada vagón hay una asistenta, provodnitsa en ruso, ella se encarga de abrir y cerrar las puertas del vagón en las paradas y mantener limpios los compartimentos, son de carácter fuerte y con cara de no muy buenos amigos.

        El tren es un buen lugar para practicar las relaciones con los demás. La innata timidez de los rusos se vence con un saludo o una sonrisa, entonces, la única frontera para una larga charla puede ser el idioma.

Cae una fuerte tormenta pero no dura mucho, ésta da paso a un arco iris perfecto, nítido como nunca antes lo había visto, el cielo toma un color extraño, a esto contribuye el sol, que ya está muy bajo.

Las primeras casas de Omsk, la tercera ciudad de Rusia, asoman por la ventanilla. Antigua ciudad de deportados, Doctoievsky lo estuvo aquí durante cuatro años.

         Nos obsequian con una parada de pocos minutos, pero suficiente para estirar las piernas y admirar la excelente arquitectura de la estación. Todo acompañado por un cielo casi en penumbra; una escena para plasmarla en un cuadro.

El gigantesco río Obi con sus imponentes barcos navegando por él se va alejando conforme avanza el tren.

Ha sido una jornada muy enriquecedora y gratificante. Pronto se cumplirán dos días a bordo.

Es una lástima que ya haya anochecido cuando cruzamos los montañas Altai, aunque se encuentran algo retiradas de la vía ferroviaria. En el tren se funciona con la hora local de Moscú, un desfase de cinco horas sobre la real, esto da lugar a momentos surrealistas como acostarse a las 19 horas, levantarse a las 5 horas con un sol de media mañana, y cuando crees que estas comiendo en realidad lo que haces es cenar. El cuerpo se vuelve loco.

       La taiga todavía nos acompaña, aunque según me informan, en pocas horas abandonaremos Siberia para alcanzar los Montes Urales, la frontera entre Europa y Asia.

         Un apunte: Siberia es veinticuatro veces más grande que España y la bañan decenas de miles de ríos.

Esta última etapa en el tren está suponiendo toda una prueba física. Leo un párrafo de un libro de Cristina Morató que trata sobre la viajera Freya Stark: “Si somos fuertes y tenemos fe en la vida y en su abundancia de sorpresas y mantenemos firme el timón en nuestras manos, estoy segura de que llegaremos a aguas tranquilas y gratas para nuestra vejez”, “...lo más importante que el viajero lleva consigo es su propia persona...” Sin comentarios. Sabias palabras.

Es muy normal que las industrias contaminantes, como centrales térmicas y nucleares se encuentren junto a las ciudades, incluso en medio de un populoso barrio, y parece ser que esta situación está bastante asumida entre la población, en contrapartida, la naturaleza es generosa: la hierba y los arbustos crecen hasta en los tejados de las pequeñas casas confundiéndose con la pradera.

Hay que echar a volar la imaginación para vencer la monotonía del tren. Entre los viajeros se organizan liguillas con juegos de mesa como el ajedrez y el dominó.

         En cada vagón existe un samobar donde llenas tu vaso de agua caliente para hacerte un té o un café acompañado de algunas galletas que previamente has comprado en la anterior estación a una vendedora con los dientes de oro, algo muy común entre los ciudadanos rusos.

        Como no son muchas las obligaciones en el interior de este robusto caballo de hierro que nos lleva al trote sobre unos raíles no menos robustos, se trata de hacer volar la imaginación y rellenar las hojas de mi libreta con notas, datos, impresiones... es mi bitácora, con las experiencias y momentos vividos y sufridos en este serpenteante gusano de metal, o mejor, una veloz reptil, que sin salirse de los límites que la marcan las traviesas de madera, devora kilómetros y kilómetros con un apetito insaciable, nada ni nadie la puede parar, sólo la voluntad de un único humano, conductor y guía de ésta máquina que se alimenta de electricidad, y que transporta en sus lomos a otros seres llenos de ilusiones y esperanza.

       Una nueva parada en Ekaterinburg, el pueblo natal de Yeltsin nos permite aprovisionarnos de agua y algunos alimentos y echar unas risas con los ciudadanos que han acudido a la estación a despedir a amigos y familiares, o simplemente a ver pasar el tren. En esta ciudad fueron fusilados los zares durante la revolución.

Todo el mundo espera ansioso poder cruzar ya la frontera natural de los Urales hacia nuestra Europa. No quiero pasar por alto otra cita que acabo de leer de otra viajera: Osa Jonson afirma “Toda nuestra vida ha sido una búsqueda de lo inesperado, de lo desconocido, y sobre todo de la libertad, la búsqueda de este tesoro escondido al pie del arco iris, y poco importa si no lo hemos hallado, buscándolo hemos hecho de nuestra vida la más bella de las aventuras”; así es sin duda y yo quiero añadir: la vida sólo debería ser una sucesión de cosas como la que está sucediendo ahora, una postura egoísta, lo sé, pero... ¿acaso no somos así los humanos?, somos pequeños animales enfermos y sin remedio. A ver, ¿quién está en disposición de tirar la primera piedra?

        Sólo voy a estar tres días en Moscú, no hay tiempo suficiente para conocerla. Ésta ciudad se merece otro viaje independiente, es una urbe muy interesante.

        Durante todo el viaje se ven continuos vagones cargados de árboles cortados, miles de ellos son transportados a las fábricas de papel y otras industrias manipuladoras de la madera, si la reforestación es efectiva como parece, este asunto no tiene porque ser grave. Pero a tenor de lo que está sucediendo en la selva amazónica, la cosa es como para desconfiar.

El tren se desliza por los raíles imparable hacía su destino, en sus interiores transporta a centenares de cautivos que llevan más de tres días con el sudor y el cansancio pegados a la piel. Acabo de saltar desde mi litera (duermo arriba), para proseguir la vida cotidiana en esta improvisada y móvil vivienda. Anoche me acosté algo tarde, estuvimos platicando en el vagón restaurante varias personas de distintas nacionalidades: EEUU, Cuba, Rusia, España... y en el centro de todos nosotros la botella de vodka, la bebida nacional. Los rusos que viajan en la categoría inferior no vienen a este vagón, para ellos los precios son prohibitivos; por lo que se aprovisionan de la comida que se han traído o la compran en las estaciones que realiza parada el tren, aquí siempre son más bajos.

Moscú me recibe con una fina lluvia que cae de forma persistente sobre los frondosos bosques que rodean la capital. Es de las ciudades del mundo con más metros cuadrados de zona verde por habitante, unos diez millones de seres censados, aunque se estima que la cifra real se acerque a los quince millones. Los símbolos marxistas siguen en su sitio, adornando calles y edificios.

La primera impresión que me produce esta ciudad, pese a ser un día gris es muy gratificante; las señales no son diferentes a cualquier ciudad de semejantes dimensiones: tráfico caótico, distancias muy largas, bullicio, miles de personas yendo y viniendo no se sabe muy bien adónde.

Voy a hospedarme en uno de los mejores hoteles, en el centro de la ciudad, junto al río Moscova y al Parlamento ruso; edificio con mucha historia encerrada entre sus paredes.

Dispongo de tres días para descubrirla. Las luces de la noche van dejando lugar a la tímida luz solar, pues amanece nublado con no más de 14º, mientras en Madrid ya están por los 33º de temperatura. Hago acopio de planos de la ciudad y el metro, el transporte subterráneo con más lujo y arte del mundo, enseguida compruebo esto último, la mayoría de las estaciones lucen hermosas lámparas, cuadros, pinturas, murales, esculturas...; los moscovitas se sienten orgullosos de esta gran obra.

Es muy complicado para alguien como yo que no conoce el cirílico, conducirse correctamente entre estos pasillos y galerías; tengo que preguntar varias veces para alcanzar con éxito el camino correcto hasta la Plaza Roja.

        En este espacioso lugar se acumulan iglesias como la basílica de San Basilio, el Kremlin, edificios oficiales, grandes y ostentosos almacenes con precios intocables, sólo para unos pocos millonarios, la mayoría de la población los ignora, que remedio.

        Abordo un barco en el río Moscova que va serpenteando por la ciudad mostrándome sus bellezas, cúpulas ortodoxas, mastodónticos edificios gubernamentales, puentes y más puentes de gran solidez que unen las dos partes de la ciudad.

Pese a ser los primeros días de agosto, las moscovitas tan amigas de lucir sus numerosos encantos, deben abrigarse, pues la intermitente lluvia y el viento les impide lucir sus minifaldas y shorts tan de moda en estas tierras.

            Puedo comprobar que existen muchos edificios en construcción y en restauración. La ciudad crece, se moderniza, aunque los barrios que dan forma a los suburbios dejan bastante que desear.

Con la desaparición de la URSS, apareció una clase muy poderosa económicamente hablando, pero el resto de la población se hundió en la más absoluta pobreza; en estos momentos no existen las clases medias.

De forma espontánea me encuentro con un mercadillo callejero multicolor, pequeños puestos regentados por gitanos rusos y del sur del país, seguidores del Islam.

Antes había cruzado por un barrio exclusivo con lujosos coches aparcados en las calles, con tiendas y restaurantes elitistas. En las puertas de estos establecimientos están plantados los guardias de seguridad y otros porteros de gran corpulencia y con rigurosa ropa negra y gafas de sol. Me da la impresión que la mafia rusa tiene que ver mucho con estos lugares.

El hotel donde me hospedo se asemeja a una pequeña ciudad, el trasiego de personas es imparable; restaurantes, tiendas y cualquier servicio que busques lo encuentras, repito cualquiera. En la puerta hay varios individuos de anchas espaldas con detectores de metales y un scanner controlan la seguridad del edificio.

Consigo subir hasta el piso treinta y Moscú se pone a mis píes, el espectáculo es para no perdérselo. Centelleantes luces de neón se reflejan en las aceras mojadas por la lluvia, me encuentro en la zona destinada al juego, decenas de lujosos casinos dan la sensación de que estoy en la ciudad americana de las Vegas. Me encuentro observando como los barcos pasean bajo los iluminados puentes; cuando de improviso cesa toda la circulación rodada en el anillo de circunvalación en el que me encuentro. Varios policías han cortado el acceso de coches a esta avenida, entonces intento hacer una fotografía y uno de los policías se me echa encima gritándome ¡No foto! ¡no foto!, guardo enseguida la cámara, en ese momento una docena de vehículos a una velocidad de vértigo y con sus sirenas a todo volumen pasan delante de mí. Algún personaje importante ha pasado delante de mis narices, seguro.

Me han aconsejado que visite la calle Gorki y allá voy, bueno ahora tiene otro nombre, ésta vía se ha convertido en el paraíso del consumismo, tiendas y más tiendas se suceden una tras otra; también los teatros y algún museo...

No puedo irme de Moscú sin visitar esas estaciones del metro convertidas en museos y galerías de arte por las importantes obras que albergan: esculturas, pinturas, lámparas y candelabros. Paso varias horas entre las entrañas de este subterráneo junto a miles de personas: son millones los que utilizan cada día este medio de transporte. Vertiginosas escaleras mecánicas comunican los distintos niveles, hay que andar con mucho cuidado porque la velocidad de estos artilugios es la máxima.

        Moscú me despide con un sol radiante, el mismo que se ha estado escondiendo durante los tres últimos días.

Voy en busca del río para sentarme en su orilla y calentar mis humedecidos huesos; algunos barcos pasan ante mí, en uno de ellos va tocando una pequeña orquesta.

            Sólo me quedan unas horas y las aprovecho para visitar la catedral ortodoxa de Moscú, dedicada al Cristo de la sabiduría, parece que los popes han acumulado aquí todas sus riquezas, hacia tiempo que no veía tantas riquezas juntas: pinturas, joyas, oro. Todo en un perfecto estado de conservación, es recomendable su visita. En el subterráneo hay un museo dedicado a hacer apología de los zares fusilados por los bolcheviques, Nicolás y Alejandra y sus vástagos. Cuando los enterraron descubrieron en sus cuerpos todo tipo de joyas, oro y dinero.

Desde aquí quiero hacer un homenaje a la población rusa, a esos hombres y mujeres que aún con un futuro incierto, se merecen lo mejor. Quiero hacer un canto a la belleza de sus mujeres con sus ojos rasgados, pómulos salientes y labios carnosos.

         En unas horas sale mi avión hacia Barcelona. Me llegan algunas noticias tenebrosas; han descubierto un complot para hacer volar algunos aviones en el aire y los aeropuertos de medio mundo se han vuelto locos. Casi se me había olvidado que este mundo es muy inseguro, una bomba de relojería, que está explotando todos los días. Mis sospechas son infundadas, salvo un par de controles de más, todo va más o menos rápido y la aeronave se eleva con puntualidad.

La mezcla de un poco de picaresca, extorsión y mala fe me obliga a malgastar el dinero sobrante en el duty-free del aeropuerto, los rublos no valen nada fuera de Rusia y no han querido convertírmelos en Euros. Una vez que obtienen las divisas ya no las sacan del cajón. Otra vez los derechos pisoteados por quienes controlan las riendas. En conclusión el viaje ha funcionado bien y se han cumplido los objetivos previstos. Las vivencias han sido muchas e interesantes. Uno de los mejores viajes que he realizado.

El avión se pone encima de las nubes y pierdo de vista las últimas imágenes de una ciudad que me ha calado y no me refiero a la lluvia que constantemente ha caído. Pasará mucho tiempo antes de olvidarla. Nunca lo haré.

            Cuatro horas más tarde aterrizó en Barcelona en medio de una fuerte tormenta que hace que el aterrizaje nos ponga los pelos de punta. Y el equipaje empapado en agua. Vuelta a tener que recurrir a las hojas de reclamación, pues debido al retraso en la entrega de las maletas pierdo mi conexión con Zaragoza.




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OPINIONESDE PEKíN A MOSCú EN TREN

  •  julito25 escribi el 15/6/2007:
  • - Impresionante narración del viaje, si señor. Enhorabuena. Muy buen viaje la verdad, y las fotos son magníficas. Me ha gustado mucho la de los niños vestidos de rojo, es una foto voy bonita y llamativa. Un saludo viajero.
  •  lidia escribi el 16/6/2007:
  • - Fantastico viaje y magnifico relato. Has conseguido introducirme de pasajera contigo y en ocasiones casi he creido estar viendo los lugares y paisajes que describes de tu viaje. Saludos viajero.


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Escrito desde: 6/17/2007
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