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Nick: HELIOGOBALO

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 ANATOLIA

 Escribe el relato: julio

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El autobús avanza traqueteando lentamente por la Anatolia central, el motor tose como si en su juventud, ya lejana, hubiese trabajado en una mina y sufriese de silicosis. La carretera recta, mal asfaltada y sin líneas pintadas se extiende interminable hasta difuminarse en unas montañas lejanas. Pese al aire acondicionado, a estas alturas no sé si funciona o solo produce ruido, hace calor dentro del bus. El respaldo, incómodo y medio roto, se me pega en la espalda sudada y al culo.  Miro una vez más el paisaje a través de la ventanilla. Es una tierra árida y seca, de colores apagados abrasados por el sol, muy raramente la uniformidad de paisaje se ve rota por la figura de un raquítico almendro que se eleva solitario, no se ven cultivos de ningún tipo, solo tierra yerma y requemada.

Pasan las horas, o así me lo parece y el paisaje, es invariablemente monótono. De vez en cuando se recorta contra el paisaje la silueta de algún pequeño pueblo. Se les ve pobres y poco prósperos. En todos ellos el edificio más alto y que más sobresale es el minarete de la mezquita siempre coronado por un altavoz. De alguna forma me recuerdan a los pueblos perdidos de la meseta castellana. Cruzamos delante de un pequeño burro que hace girar la rueda de una noria y saca agua de un pozo. Veo como el agua se pierde por los canales camino de la tierra sedienta. Pareciera que llevase allí desde los tiempos de Nabucodonosor.

Hemos salida de Shivas en la mañana, temprano, y nos dirigimos hacia el sur, camino de Malatya. El paso de las horas y el cansancio acumulado hace que la excitación de la mañana se convierta en aburrimiento y cansancio, dormito a ratos. Comenzamos a subir un puertecillo. El autobús avanza ahora de forma fatigosa y lenta. Ruge y resopla como un monstruo malherido, el conductor cambia de marchas, intentando aliviar el sufrimiento del motor, pero el vehículo viejo como la tierra que pisamos no da más de sí. Por un momento temo que debamos bajar del mismo y terminar de subir la cuesta a pie. Con un último esfuerzo hacemos cumbre y comenzamos a descender, el motor suena ahora alegre y confiado. Cogemos velocidad, propiciada más por el pronunciado desnivel que por las prestaciones de nuestra montura.

Una vez dejados atrás los bosques de coníferas que vimos en la montaña, y su verde que servía de alivio a los ojos, el paisaje vuelve a sus marrones y amarillos invariables. Pasan los kilómetros y nada varia. Adelantamos a un carro tirado por un caballo. Los escasos pueblos se suceden indistinguibles unos a otros. De pronto el autobús comienza a moverse de manera extraña, a dar bandazos de un lado a otro de la carretera. Afortunadamente el tráfico es inexistente. Poco a poco el conductor consigue hacerse con la situación y termina parando en el arcén. Desciende y le vemos dar una vuelta alrededor del bus para acabar parándose frente a las ruedas traseras. Oigo como golpea los neumáticos con el pie. Después de unos instantes, sube y nos comunica que hemos pinchado y que debe cambiar la rueda. Respiro aliviado, por un momento pensé que el motor había dicho basta, hasta aquí hemos llegado. Mentalmente repaso la operación. Sacar el gato, quitar la rueda pinchada y poner la de repuesto. A lo sumo media hora. Pero como si el viejo chiste de una noticia buena y mala se hiciese realidad, el anuncio tiene una segunda parte. La rueda de repuesto también esta pinchada y el conductor debe ir hasta el pueblo más cercano a conseguir una goma en condiciones. No sin gritos y quejas bajamos del autobús y vemos como el hombre se pierde andando carretera adelante. Comienzo a caminar por el campo y noto como los terrones secos de tierra se deshacen bajo mis pies. Pese al sol y el calor, todo el mundo está fuera del bus. Nos diseminados por el campo como si fuéramos un rebaño sin pastor.  Poco después confirmando aún más la idea de manada estamos todos sentados en el suelo, agrupados bajo las ralas sombras que proporcionan unos almendros.

Al cabo de una hora más o menos, vemos una camioneta que se acerca y para delante del autobús. Vemos como nuestro conductor desciende del vehículo y de la caja del mismo saca un neumático. La camioneta da la vuelta y se va, el conductor saca la mano por la ventanilla y hace un gesto de despedida. Ahora sí, el chofer saca el gato y se dispone a cambiar la rueda. De mamíferos hemos pasado a insectos y estamos todos alrededor del conductor como si fuéramos una nube de moscas, nerviosas, inquietas. Hay quien se acerca e intenta ayudar, el conductor se deshace de él con un gesto de la mano. Le veo secarse el sudor de la frente con un pañuelo, sacar la rueda, meter en su posición la nueva y apretar las tuercas saltando sobre la llave.  Le aplaudimos. Subimos de nuevo al autocar, me siento en mi sitio. Arrancamos y nos ponemos en marcha. El asiento ya no me parece ahora tan duro, incluso diría que el aire acondicionado parece funcionar. Unos pocos kilómetros más adelante cruzamos un pueblo, al pasar delante de un taller, el conductor hace sonar el claxon del autobús a manera de saludo.

Como si la rueda nueva le hubiese inculcado fuerzas al viejo cacharro, avanzamos ahora rápidamente. El incidente nos ha excitado y todo el mundo habla, charla o da una opinión.  Quizás ha pasado una hora desde el pinchazo cuando de nuevo notamos como nos movemos de un lado a otro de la carretera. Se repite el ritual. El hombre deja su sitio al volante, baja, inspecciona el vehículo, se agacha aquí, da unos golpes allá y sube a informarnos.  Hemos pinchado de nuevo. La risotada es general ¿el motivo? La rueda que puso era vieja y recauchutada, ya que en el pueblo no había neumáticos nuevos y no ha aguantado la velocidad. Las risas se convierten en indignación y todo el mundo grita y habla a la vez. Como por arte de magia, el conductor ha pasado de héroe a villano en unos instantes. Nos comenta que hay un pueblo grande unos pocos kilómetros más adelante y que hay podremos conseguir buenas gomas. Una vez más vemos al hombre perderse carretera adelante. Ahora nadie baja al aire libre, el ánimo es sombrío y malhumorado.

Muy poco después, el hombre está de vuelta, todos miramos el neumático que trae consigo. Parece realmente nuevo. Nos bajamos del autobús mientras hace de nuevo la sustitución, ya nadie lo mira, ni se ofrece a ayudarle. El sol brilla en lo alto, difuminando colores y contornos, haciendo que el aire se recaliente y vibre y provocando pequeños espejismos que hace que vea una lámina azul de agua donde solo hay tierra dura y marrón. No quisiera ser agricultor en esta zona me sorprendo pensando a mí mismo. Un toque de bocina nos avisa para que nos subamos de nuevo y reemprendamos el viaje. Lo hacemos en silencio. Durante el resto del viaje nadie habla y todo el mundo va sumido en sus pensamientos.

Esta anocheciendo cuando por fin llegamos a Malatya. Por lo que veo a través de la ventanilla, parece ser una ciudad grande y de avenidas amplias y ordenadas, por las que por lo menos a esas horas apenas se ven coches. Hay multitud de comercios abiertos, la mayoría almacenes que venden lo que después descubriremos es el producto típico local. Orejones de melocotón.  Nos despedimos y llegamos a nuestro hotel donde me espera el mejor momento del día una relajante y tonificante ducha.


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