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 GRANADA, TIERRA SOñADA

 Escribe el relato: Marís Dolores Cuña Loeda

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GRANADA, TIERRA SOÑADA

 

 

Salimos de Vigo después de una comida ligera, confiando en que el tiempo no fuese demasiado caluroso. Teníamos un largo camino por delante hasta Granada, pero lo habíamos planeado en dos etapas.

 

Los primeros kilómetros fueron clementes con nosotros, pues teniendo en cuenta que la posición del sol nos favorecía, no tuvimos demasiados problemas.

 

La primera parada la hicimos en A Gudiña, último pueblo de Galicia.  Allí nos tomamos un café y mi marido se tomó también un descanso de la conducción. Después emprendimos la marcha hacia la España Seca.  Pronto se impuso ante nosotros la imponente mole del Macizo Galaico, que separa Galicia de Castilla-León, con sus dos túneles de La Canda y El Padornelo, pasados los cuales nos encontramos otro paisaje, cada vez menos verde y salpicado de pueblos con nombres sonoros, muchos de ellos con apellido de afluente que vierte sus aguas en el Padre Duero.  A ambos lados de la carretera, los dorados campos que habían estado cubiertos de cereal, segados y pajizos, inundaban de luz el paisaje, que en algunos tramos presentaba superficies llenas de girasoles que alegraban la vista.  De los topillos, ni rastro.

 

Después de atravesar Navacerrada por el túnel de su nombre, el paisaje cambiaba paulatinamente, introduciendo la visión de numerosas encinas y algunos olivos.  Más adelante, los pueblos de la Sierra de Madrid nos recibían con sus agradables casitas, donde veranean los madrileños pudientes. Sobre las seis de la tarde llegamos a Collado Villalba, después de recorrer 635 kilómetros que hizo, él solito, el campeón de mi marido.

 

El Hotel Galaico, que como puede suponerse fue reservado debido a su nombre, no estaba mal. Las habitaciones eran correctas y ofrecían unos menús gallegos que a otros menos “galaicos” que nosotros les hubieran interesado más.  Nos decidimos por tomar unas tapas en algún lugar típico, pero aquel pueblo no es más que una ciudad dormitorio de las afueras de Madrid, donde era imposible encontrar algún lugar idóneo. Eso sí, encontramos el correspondiente Centro Comercial con  las consabidas franquicias hosteleras, entre las cuales no estaba “Cañas y Tapas”, que nos hubiera satisfecho, pero encontramos un bar pequeñito que ofrecía “las auténticas tortillitas de camarones” de Cádiz.  Al ver  semejante reclamo nos lanzamos a pedirlas. Nos atendió un atento camarero rumano que nos informó que cada ración estaba formada por cinco tortillas.  ¡Cuál no sería mi  sorpresa cuando al objetar que no queríamos tantos huevos nos dijo que no eran de huevo, sino de harina de garbanzos.  Esto era tan novedoso para nosotros que las pedimos.  Bueno, después de todo, no era para tanto…

 

De regreso al hotel seguía haciendo un calor bastante insoportable, por lo cual, al ver que el aire acondicionado no enfriaba nada, llamamos a recepción, y después de verificar, que efectivamente, no funcionaba, nos cambiaron de habitación, todo esto después de tener la cama deshecha.   Con un pequeño paseo por el pasillo cargados de maletas, nos encontramos en otra habitación un poco más pequeña, pero cuya adecuada temperatura era perfecta para permitirnos dormir como niños.

 

Por la mañana reemprendimos el camino después de desayunar, rumbo a Andalucía.  La aventura de la M-50 fue relativamente sencilla, en contra de nuestras previsiones, y una vez pasada, el camino hacia el Sur se presentaba como un agradable paseo mesetario.  Doy fe de que seguíamos sin ver ningún topillo, y de que lo más emocionante fue llegar a las estribaciones de Sierra Morena y ascender a Despeñaperros (ahora comprendo de dónde viene el nombre).  Aquellas moles rocosas impresionan, sobre todo pensando en la cantidad de tráfico de camiones que pasan todos los días en los dos sentidos.

 

Paramos en el alto para repostar y no sólo gasolina: nos tomamos unas raciones de sardinas en escabeche y aprovechamos para comprar algunos recuerdos, como un cascanueces de madera de olivo para mi prima Teresa, que es la que nos provee habitualmente de nueces, pues ha heredado los nogales de nuestro común abuelo Bernardino.  Se comprende que hay que corresponder.

 

Después del desfiladero se abría ante nosotros la gran extensión de olivos que ocupa la mayor parte de la provincia de Jaén.  Por dondequiera que mirásemos, la masa verde oliva nos llenaba la vista, con todos los árboles alineados, algunos de ellos en bancales, por todas las laderas.

 

La entrada en Granada se anunciaba pocos kilómetros antes, aliviándonos la vista del anuncio el calor y el hambre del mediodía. El cuentakilómetros marcaba otros 517 kilómetros.  El problema que se nos presentaba era entenderse con el pequeño plano y encontrar el acceso al casco viejo de Granada.  Después de una llamada a nuestra amiga Cristina Alemparte, que aunque vive en Nigrán es granadina, y siguiendo sus instrucciones, conseguimos entrar por la emblemática Puerta de Elvira (cuya existencia yo conocía por el Romance de Abenámar) y recalar en un parking que parecía un horno y eso que estábamos en el tercer sótano.  Nos decidimos a dejar allí el equipaje, excepto mi preciada maleta, pues quería cambiarme de ropa cuanto antes.

 

Después de una caminata de unos quinientos metros que parecían mil bajo el sol de justicia de las dos de la tarde, y luego de preguntar un par de veces,  llegamos a la calle Santiago, donde está situada la Corrala del mismo nombre, nuestra residencia en Granada.  Se encuentra en el barrio del Realejo, antigua judería cuyas calles estrechas están llenas de tiendas árabes, Kebabs y casas con tejadillos saledizos con bonitos artesonados.  Todo ello, muy cerca del centro neurálgico de la ciudad.

 

La Corrala de Santiago es un edificio histórico que la Universidad de Granada pone a disposición de sus invitados.  En este caso estábamos nosotros, que aprovechábamos el intercambio que las universidades hacen entre sí para su personal de administración y de servicios.  La única pega que se le puede poner a La Corrala es que no hay ascensor, y a nosotros nos tocó el tercer piso.  Por lo demás el lugar era precioso, con un patio interior lleno de plantas, muy cuidado.  La habitación disponía de dos camas, dos mesas con sus sillas, televisor, un pequeño frigorífico y un cuarto de baño completo.  Todo un lujo gratuito, porque además llevaba incluido el desayuno.  En el segundo piso había una biblioteca donde poder conectarse a Internet desde cualquiera de sus tres ordenadores.

 

El personal también era muy agradable, sobre todo la auxiliar de servicios que estaba en la recepción por las tardes, Antonia, que estaba siempre con la sonrisa puesta.

 

Cuando conseguimos subir los tres pisos arrastrando mi maleta y la botella de agua, nos tumbamos a dormir una reparadora siesta, lo que nos permitió estar ya en forma para emprender de nuevo la aventura de recoger el resto del equipaje y traer el coche a otro aparcamiento más cercano a nuestro barrio.

 

En efecto, después de hacer algunas averiguaciones comprobamos que en una calle cercana a la nuestra se encontraba el Parking Plaza de Los Campos, que estaba justo al lado de la Comisaría de Policía.  Dado lo cual, decidimos que era un buen sitio para guardar nuestro coche, y allá nos fuimos dando un paseo hasta el otro aparcamiento, el llamado de San Agustín, al lado de la Catedral, donde seguía haciendo un calor de infierno dentro de sus sótanos. 

 

            Total, que recogimos el vehículo y buscamos un taxista que nos guiase por las intrincadas calles de Granada hasta nuestro nuevo aparcamiento, lo cual fue una buena decisión, que en cinco minutos nos depositó de nuevo en otro sótano no menos cálido que el anterior, pero eso sí, más a mano. 

 

            Cuando acomodamos nuestras pertenencias en el armario y nos hubimos duchado y cambiado de ropa, salimos dispuestos a conquistar Granada.  Pero a los pocos metros de nuestro barrio encontramos a alguien que ya lo había hecho antes: la Reina Católica, que en majestuosa pose con Cristóbal Colón a sus pies,  preside la plaza de los Reyes Católicos, encrucijada donde se unen la ciudad antigua y la actual.  Este monumento se llama de Las Capitulaciones y representa el proyecto que Colón le presentó a la Reina, para el Nuevo Mundo, según el cual, él quedaría autorizado a explorar todo lo que encontrara después del Océano.  Este monumento es obra de Mariano Benlliure, de finales del siglo XIX.

 

            Girando a la derecha se encuentra la Plaza Nueva, a donde nos dirigimos para tomar unas tapas y unas cervezas en una magnífica terraza disfrutando del relente que empezaba ya a cernirse sobre nosotros, una característica de las tardes granadinas, que invita a salir a pasear al atardecer.  Las noches están llenas de turistas y nativos paseando, tomando helados y cerveza con boquerones.

 

            Así pues, seguimos nuestro paseo y nos fijamos en un edificio de estilo Renacimiento con formas italianizantes, que estaba abierto, pero tenía a dos guardias civiles en la puerta.  Me dirigí a ellos comiendo mi helado de limón y les pregunté qué edificio era aquel.  Los agentes me contestaron que se trataba de la Real Chancillería, y que actualmente albergaba el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía.  Como es mi costumbre me enrollé y acabamos contándonos nuestras vidas.  Resulta que uno de ellos había vivido algunos años en Lasarte.

 

            La conversación derivó sobre la ciudad de Granada, y aprovechamos para preguntar por algún lugar del Sacromonte para ver un espectáculo flamenco.  La opinión de los agentes era que la forma más segura de ir por la noche era pedir a un taxista que nos llevase a un lugar determinado.  Estuvimos de acuerdo, pues las aventuras del tipo “me han robado la cartera” no nos hacían mucha gracia. 

 

Tomamos nota para uno de los días siguientes y nos retiramos a nuestros aposentos de La Corrala. 

 

            A la hora de dormir se nos presentó un problema, del que no éramos conscientes todavía: el aparato de aire acondicionado que ponía la habitación a 17º, hacía un ruido infernal. No teníamos más remedio que apagarlo de vez en cuando, para volver a encenderlo cuando se calentaba el ambiente.  Ni que decir tiene que yo pensé rápidamente una solución drástica al problema.

 

            Al día siguiente, después de desayunar nos dedicamos a explorar nuestro barrio, que estaba lleno de edificios interesantes, como el Museo de los Tiros, con un magnífico patio y una puerta de madera tachonada, que tendría los mismos quinientos años que el edificio.  También había una galería de arte, que aunque estaba cerrada por vacaciones, exteriormente se apreciaba su factura árabe.  Por lo demás, el barrio era bullicioso,  lleno de tiendas, un supermercado, una ferretería y una farmacia con una farmacéutica encantadora llamada Virginia, que atendía a los viejecitos del barrio con amor maternal, hasta el punto que en varias ocasiones vimos a alguna de ellos regalándole ropas para su bebé, en agradecimiento a su amable actitud. 

 

            Pues bien, allí nos dirigimos para comprar unos tapones de oídos.  Ella nos preguntó si eran para la piscina, y cuando le contamos el fin al que los habíamos destinado, se moría de risa.

 

Hecha la compra, nos fuimos a pasear hacia la Catedral, inmensa mole que ocupa casi la superficie de una hectárea, aunque está encajonada entre la Gran Vía de Colón y la Alcaicería, típico barrio árabe lleno de tiendas para turistas.  Entramos a ver la Real Capilla.  La vista del mausoleo de los Reyes Católicos en mármol italiano es apabullante, con las imágenes yacentes de Isabel y Fernando rodeadas de leones y con las cabezas coronadas sobre cojines del mismo mármol blanco.  Debajo está la cripta que contiene cinco sarcófagos: los de los Reyes, los de su hija Juana la Loca y su esposo Felipe el Hermoso y la del hijo de éstos, el príncipe Miguel, que murió siendo niño.  

 

El resto de las maravillas de  la Real Capilla consistía en objetos personales de los Reyes: el cetro, la corona, la espada de Fernando, un vestido de Isabel, su espejo, así como pinturas de la época. 

 

Después de la visita fuimos a comer al famoso restaurante Cunini que nos había recomendado Cristina, donde dimos cuenta de un ajoblanco y un lenguado estupendos, aunque el precio fue un poco elevado.  Bueno, otro día comeremos de menú…

 

Nos dirigimos a nuestro alojamiento para inaugurar la siesta con tapones, lo que constituyó todo un éxito, pues al rato de ponérnoslos, se hinchaban y taponaban los oídos de tal manera que el aislamiento era total.  De todas maneras al salir le pedimos a la amable Antonia que si había una habitación libre más abajo, no nos importaría cambiarnos, a lo que contestó ella que estaría atenta, pues había unos huéspedes que no habían hecho todavía su entrada.

 

            Por la mañana vimos un bus turístico que hacía un recorrido por la ciudad y decidimos hacerlo a última hora de la tarde, para evitar en lo posible el calor.    Con este fin, subimos al de las ocho de la tarde, que nos llevó durante dos horas por toda la ciudad y sus alrededores.  El periplo partía de la Gran Vía de Colón, delante de la Catedral, y pasando por la plaza de los Reyes Católicos se alejaba de la ciudad recorriendo la Acera del Darro, río del que se dice que en tiempos de los romanos llevaba pepitas de oro, y que actualmente está en parte canalizado por debajo de las calles. Salimos hacia las afueras, no sin antes pasar por el Palacio de Congresos y por el parque de las Ciencias.  A partir de ahí se empezaban a ver las villas residenciales, con sus jardines cuidados y sus reminiscencias de la arquitectura morisca.  Enseguida avistamos Sierra Nevada, y subimos por la ladera que nos llevaba a la Alhambra, aunque sólo de paso, pues la verdadera visita estaba reservada para otro día.  Desde allí se veía una espléndida vista de Granada, con sus casas blancas de las afueras y sus cipreses jalonando todo el paisaje.  Bajamos otra vez y avistamos la Casa de García Lorca con sus jardines, el Campus Universitario, la Cartuja y la Plaza de Toros, ya a la luz rosada del atardecer, que daba un tono característico al ambiente, con las terrazas del tapeo granaíno llenas de gente.

 

            Después del paseo fuimos a explorar la orilla del Darro que está al descubierto por el llamado Paseo de los Tristes, que debe su nombre a que antiguamente pasaban por allí los cortejos fúnebres.  Este lugar tiene un encanto especial, pues aunque es muy estrecho y no tiene aceras, está especialmente concurrido, tanto por gentes a pie como por taxis que suben al Albaycín, de modo que los viandantes tienen constantemente que pegarse a la pared para no ser arrollados.  De un lado está el Darro, aquí a la vista, con varios puentecitos para atravesar hacia la multitud de terrazas de tapeo y por el otro está lleno de tiendas árabes con toda clase de bibelots orientales.  Nos habían dado en la calle un folleto donde se anunciaba un espectáculo flamenco para el día siguiente en el Paseo de los Tristes, número 7 y como Rafael daba muestras de cansancio le rogué que se quedara en la Plaza Nueva sentado en un banco, a unos cincuenta metros de donde calculaba que estaba el local y me dirigí en su busca con el folleto en la mano.  De pronto, un hombre como de mi edad y con acento castellano, se dirige a mí tocándome el brazo:

            --Oye, ¿tú no estás en el curso?

 

            --¿En qué curso?

 

            --Sí, en el de la Universidad, en el de Derecho Procesal.

 

            Como enseguida vi por donde iban los tiros, le dí un poco de carrete:

 

            --Pues no, pero mira qué casualidad, yo soy de la Universidad de Vigo.  Precisamente estoy buscando una dirección y quizá tú podrías ayudarme.  He dejado a mi marido aquí cerca porque no encontramos este sitio…

 

            Al oír la mención de mi marido, el individuo se despidió cortésmente.  Dos portales más allá estaba el famoso lugar, por lo que entré a preguntar por el precio de las entradas y el horario del espectáculo para el día siguiente.

 

            Cuando me acerqué a Rafael riéndome como una loca le conté mi aventura:

 

            --Es que no se te puede dejar sola ni diez minutos— decía, mientras se reía con ganas.

 

Después de esto nos fuimos a cenar al Realejo, a un sitio que estaba muy cerca de nuestra residencia, llamado Los Seis Peniques.

            El día siguiente, viernes 20, teníamos en la agenda la visita a La Alhambra. Las reservas estaban en nuestro poder desde dos meses antes, pero aún así tuvimos que hacer una cola de cinco minutos para cambiarlas por los tíquets correspondientes.  Por fin entramos en los maravillosos palacios Nazaríes, llamados así por el apellido de la última dinastía que reinó en Granada. La magnificencia de las estancias, la belleza de los jardines y el sonido de las fuentes deja al espectador sin aliento.  Durante tres horas revivimos historias, leyendas y romances de moros y cristianos y nos embelesamos con la belleza y el frescor que reinaba en aquellas estancias, viendo los jardines del Generalife, con sus terrazas que colgaban sobre Granada, el patio de los Leones (sin leones, pues están siendo restaurados), el patio de los Arrayanes, el de los Abencerrajes y el de la Sultana.   Por cierto, que sobre este patio, que contiene un ciprés seco de setecientos años, se cuenta una bonita leyenda que en resumen dice así:

 

             La sultana Zoraya, hija del alcalde del castillo de Martos, cristiana raptada por los moros, era esposa de Boabdil y reina de Granada.  Otra esposa del monarca, Ayesha, que había sido antes su favorita, conspiraba contra Zoraya y un día hizo correr por la corte el rumor de que la reina había sido vista debajo del ciprés en cuestión, departiendo amorosamente con un caballero de la estirpe de los Abencerrajes, lo cual fue la perdición para toda la familia de este linaje, que fueron decapitados en la sala del mismo nombre.

 

 De la sultana no dice nada la leyenda, aunque a mí me gustaría pensar que fue la misma que le afeó a su esposo su llanto por Granada.

 

            Al lado de los palacios Nazaríes el Emperador Carlos V (allí le llaman así y no Carlos I, como es más corriente en el resto de España) se hizo construir un magnífico palacio de estilo Renacimiento italiano que no tiene nada que ver con la arquitectura que predomina en la Alhambra.  Está constituido por una planta cuadrada que tiene un círculo inscrito que sirve como patio, y cuyas habitaciones están situadas alrededor.  En la fachada tiene una decoración almohadillada con guirnaldas de flores, frutas, angelitos y representaciones de batallas donde se ve al Emperador triunfante y toda la simbología imperial de águilas y medallones propia de la época.

 

            El recorrido por la Alhambra terminó con un largo paseo por los jardines, donde vimos un escenario preparado para los conciertos nocturnos a los que sentimos no poder asistir, pero el programa era intenso, y el tiempo no daba para más.  (Esto último es de mi cosecha, pues mi pobre marido a esas alturas ya estaba un poco cansado de tanto paseo, aunque él no lo confesaría nunca, de tan complaciente que es.  Por eso ni se me ocurriría proponérselo…)

 

            Tras el fabuloso espectáculo nos fuimos a comer y para ello buscamos un sitio donde pusieran pescaíto frito, lo cual encontramos en una pequeña plaza  donde el dueño del establecimiento, un señor entrado en carnes y en años nos atendió con amabilidad peculiar y confianzuda.  Hecho lo cual, nos fuimos a tomar el café a otra plaza, la de Vivarrambla, que está cerca de la Alcaicería.  En esta antigua plaza se celebraban los torneos de los caballeros que constituían la flor y nata de Granada, a saber: Gazules, Abencerrajes, Zegríes, Venegas y otros, que lucirían sus coloridos trajes en honor de sus damas.  Pero también esta plaza fue testigo de la quema de libros árabes ordenada por el Cardenal Cisneros.  Hoy es un pacífico recinto lleno de quioscos de venta de flores y de terrazas para sentarse al fresco de los parasoles.

 

            Cuando llegamos a La Corrala nos dieron la sorpresa del cambio de habitación, pues los huéspedes que tenían reservado en el segundo piso no podían venir, lo que aprovechamos para trasladarnos rápidamente, pues, además de ser más fresca, era un piso menos que teníamos que subir y bajar varias veces al día.  Estaba visto que siempre nos tocaban cambios en los hoteles por culpa del calor.

 

            En el cuarto día de nuestra estancia en Granada decidimos visitar el Museo de San Juan de Dios, que se encuentra en el Palacio de los Pisa. En su interior, que está configurado con un patio central, como la mayoría de las casas andaluzas, se encuentra la mayor cantidad de obras de arte y recuerdos de viajes que hubiésemos visto nunca.  Los Hermanos de San Juan de Dios se encuentran esparcidos por todo el mundo, sobre todo América del Sur, Filipinas y África, de lo cual daban muestra los diversos objetos que allí había.   Parece ser que el Santo murió en una de las habitaciones del citado palacio, donde se guardan su cama y sus objetos personales.  Al lado del palacio está la capilla y una residencia de mayores regida por la Orden.

 

Después de la visita al museo fuimos a comer a El Campanario, enfrente de la Plaza Nueva.  Allí nos comimos unas berenjenas a la miel que nos recordaron la comida mallorquina.  En realidad comprobamos que la cocina andaluza y la de Mallorca tienen raíces comunes basadas en la comida árabe, pues en las dos se dan este gusto por lo agridulce tan peculiar.  Para mayor abundamiento citaré que en la mesa de al lado había dos mujeres (turistas también) hablando en mallorquín.  Y lo más curioso es que estaban comiendo ¡lo mismo que nosotros!

 

Para aliviarnos del calor sofocante, nada mejor que una buena “siesta con tapones” y después, como era sábado, fuimos a oír misa vespertina en la Iglesia de Santo Domingo, verdadera joya renacentista, que además tiene delante de su fachada una estatua dedicada a Fray Luís de Granada.  Da la casualidad de que nuestra amiga Cristina se casó en esta parroquia.  Cuando salimos comprobamos que habían puesto una alfombra roja, que evidentemente no era para nosotros…  Adivinamos que había una boda, más que nada por la aglomeración de gente arregladísima. Podéis adivinar que decidimos quedarnos para ver a la novia…

 

Después de todo habíamos dejado pasar la ocasión del flamenco en el Paseo de Los Tristes, pues mi marido pretextó que estábamos cansados, aunque a mí me hace ilusión pensar que el motivo es que él piensa que era un escenario peligroso.  Por fín nos habíamos decidido por ir esa noche.  Averiguamos que se podía hacer sin subir al Sacromonte, pues por la mañana nos habían repartido unos folletos de un local ¡francés! que tenía espectáculo flamenco, al lado de la Catedral, el Café au Lait. 

 

Nos acomodamos en una sucinta  mesita y pedimos unas crêpes (¿se escribe así, Gerard?) rellenas de elementos salados como chorizo y otras cosas igual de incongruentes.  Cuando llegaron Chispa y Diego, los artistas, se sentaron cerca de nosotros, en un banco que estaba muy próximo a Rafael, separados por la puerta del baño.  Empezó el espectáculo y todo se animó con los flashes de las cámaras de todos los estudiantes extranjeros que allí había, pues en efecto, tenían toda la pinta de ser Erasmus de marcha, salvo una pareja de mujeres rubias y nosotros, los únicos hispanos.  La anécdota llegó cuando alguien quiso salir del baño y, al no poder abrir la puerta, empezó a dar golpes.  Silencio.  La Bailaora dejó de bailar y el tocaor dejó de tocar y de cantar.  Incluso hizo éste un esfuerzo para ayudar a abrir la puerta del baño, pero sus delicadas manos de guitarrista no lo consiguieron. Lo intentó también Rafael, pero nada… Sin inmutarse, apareció la camarera francesa, que no era precisamente del tipo que solemos imaginar en las francesas, delicadas y chic…Ni corta ni perezosa, dio un violento empujó a la puerta y la señora encerrada salió triunfante;  la camarera salió entre aplausos, claro.  No diréis que la noche flamenca no fue curiosa. 

 

El domingo salimos hacia la Alpujarra, comarca granadina que se encuentra en las faldas de Sierra Nevada y que tiene una vegetación y un paisaje francamente original. Se encuentra a unos ciento cincuenta kilómetros (ida y vuelta) por una carretera, que, después de salir de la autovía, asciende con bastante estrechez y curvas peligrosas. Pero lo más sorprendente de esta zona no es solamente que tiene un pueblo llamado Trevélez donde se cura el jamón de más altura de España, sino que en ella se encuentran una serie de pueblos con nombre gallego. Después de visitar Lanjarón, el de las famosas fuentes, subimos por la sinuosa carretera, atravesamos el barranco de Poqueira, con el río del mismo nombre y llegamos al pueblo de Pampaneira.  Seguimos subiendo y encontramos Lubión y Capileira, donde nos paramos a comer.  Había allí un mirador desde donde se domina en todo su esplendor La Alpujarra, con su vegetación de secano, pero no menos bella por eso.  Nos dispusimos a comer en una sombreada terraza el plato alpujarreño, cuyo contenido no preguntamos, porque pensamos que a donde vayamos debemos probar lo típico.  Mientras tanto para abrir boca nos metimos entre pecho y espalda una docena de morcillitas fritas que estaban deliciosas, regadas con unas cervezas frías.  Cuando llegó el plato alpujarreño nos quedamos espantados: patatas a lo pobre, con cebolla y pimientos verdes, huevos fritos, una morcilla y un chorizo, todo igualmente frito y chorreando aceite de oliva, cubierto por una loncha de jamón de Trevélez. ¡Riquísimo!

 

Cuando pudimos levantarnos de la mesa bajamos al pueblo de Pampaneira, donde bebimos el agua de la fuente Chumpaneira.  El pueblo es precioso, lleno de tiendas de souvenirs y con los balcones cuajados de flores.  Las casas de toda esta comarca tienen los tejados planos, para permitir que la nieve se deposite y así aislar las casas, que en invierno están bajo cero.  Allí compramos algún libro de Washington Irving, que escribió varios sobre Granada y sus alrededores, y que hasta se hospedó en la Alhambra por un tiempo.

 

A propósito de los topónimos gallegos corren varias versiones.  Algunos dicen por allí que cuando fueron expulsados los moriscos Carlos I repobló La Alpujarra con gallegos, versión que nos corroboró el encargado el parking al volver.  La versión de mi amiga Cristina Alemparte, que me parece la más fiable dice que es más reciente la llegada de los gallegos a la zona, pues ella la sitúa en tiempos de Carlos III.  Sea como sea, es cuando menos, sorprendente.

 

A propósito del encargado el parking, resultó ser un erudito que siempre estaba leyendo y sostuvimos alguna conversación casual, lo que nos permitió enterarnos de que era titulado en periodismo por Salamanca, y hasta nos recomendó libros sobre la cultura andalusí, hasta el punto que un día llegamos y me tenía apuntada la cita bibliográfica de una tesis sobre la invasión musulmana.

 

El lunes decidimos ir a la playa.  Nuestra amable Antonia nos recomendó Playa Granada, en Motril.  Partimos rumbo a la costa, atravesando el Sistema Penibético, que se parece bastante a Despeñaperros, pero sin subir tanto.   Al salir de la autovía se divisaban las casas blancas de Motril y Salobreña, cuyo nombre evoca sabores de sal y sol.  Playa Granada estaba desierta antes de las diez de la mañana.  Había mucho sitio para aparcar, de modo que se puede ver el coche propio desde la orilla.  La arena es negra, como tierra, y en algunas zonas está llena de cantos rodados que impiden entrar en el agua si no se llevan unas sandalias apropiadas.  En realidad los gallegos no tenemos nada que envidiar en cuestión de playas a ninguna otra región (que me perdonen los nacionalistas el término políticamente incorrecto), salvo en la temperatura del agua, claro.

 

Después de la sesión playera nos dirigimos a Nerja, con el propósito de comer, lo cual hicimos en Maro, donde se encuentra la famosa cueva.  En efecto, después de reponer fuerzas fuimos a ver la cueva de Nerja, donde nada más llegar nos atacaron con la novatada de la foto del turista sorprendido.  Dentro cueva sufrimos casi un ataque de ansiedad: había exceso de humedad, no estaban señalizadas las salidas, nos perdimos dos veces, había demasiadas escaleras, etc…y nada de esto se advierte antes de entrar.  Sólo de pensar en una persona con una enfermedad cardiorrespiratoria metida allí, pone los pelos de punta.  Por lo demás, en mi opinión, vista una de esas cuevas, vistas todas, con todo respeto al aspecto antropológico de la Cueva de Nerja.

 

Se me ocurrió poner una reclamación por escrito con el fin de que subsanen dichos desaguisados, pensando que si todo el mundo exigiera aumentaría la calidad del servicio.  Pero hete aquí que en la oficina responsable me dieron un libro de reclamaciones a la antigua, y cuando exigí la preceptiva y actual Hoja de Reclamaciones, el empleado decía que no disponía de ellas.  O sea, que lo tomaba o lo dejaba.  Me decidí a escribir en aquel libro que no tenía más que el sello del Patronato de la Cueva, sin nada parecido a un control administrativo de la Junta de Andalucía.  Tuve que escribir al sol, en la calle, pues no me permitieron entrar en la oficina, pero eso sí, me prestaron el bolígrafo.  Repasando las diferentes protestas que había allí, todas de índole parecida a la nuestra, incluso una del entrenador del Real Madrid, sobre un chico que había padecido un ataque de claustrofobia, constatamos que nunca había habido ninguna inspección.  Después de pedir una fotocopia de mi escrito, que me hizo el vigilante jurado en el restaurante de la zona, nos fuimos con la intención de entregarlo en el organismo correspondiente de Consumo de la Junta de Andalucía al día siguiente.

 

Por la mañana de nuestro último día en Granada me dispuse a entregar mi reclamación en el edificio de la Consejería de Justicia.  Después de pasar el control de la puerta, registro de bolso y arco de aeropuerto incluidos, preguntamos por el Registro.  Allí un amable funcionario me indicó con un gesto dónde podía encontrar un formulario para entregar mi reclamación.  Hecha esta y adjuntada la copia del libro de Nerja, le pedí al burócrata un recibo, como es costumbre en estos casos.  Me dijo que si quería un recibo que tendría que esperar “y como había llegado la última” tenía que registrar todo lo anterior y cuando llegara a mi escrito, sólo entonces me daría el recibo.  Nuestra pinta de guiris (sombrero y cámara de fotos colgada al cuello) hizo suponer al probo funcionario que desistiríamos.  Pero él no sabía que se las tenía que haber con un Quijote con faldas (expresión de mi amiga Nieves) que va por la vida desfaciendo entuertos.  Le dije que nos íbamos a ver la Catedral y que después volveríamos.  Al pasar por delante de la controladora, ésta nos preguntó si ya habíamos resuelto el asunto.  Yo estaba tan indignada que le dije:

 

--Todavía no, pero le puede decir de mi parte que como a la vuelta no tenga mi recibo le presentaré una reclamación a él.

 

--¡Ah no, no--. Dijo con cara de susto. —¡Yo no le digo nada…!

 

Conque fuimos a ver la Catedral, que por dentro es tan preciosa como promete por fuera. Tiene una magnífica girola, como iglesia que es de peregrinación, alrededor de la cual hay infinidad de capillas con tallas y pinturas impresionantes. Acoge elementos góticos, pero su acabado es claramente de estilo Renacimiento, de la factura de Diego de Siloé, con unas vidrieras del siglo XVI. Nos llamó la atención sobre todo la sacristía, que guarda magníficos muebles llenos de vestiduras talares de la época de los Reyes Católicos.  Hice fotos, pero no tuve mucho éxito, pues salieron demasiado oscuras. 

 

En cuanto terminamos la visita nos dirigimos de nuevo a la Junta y se repitió la operación inspección.  Después de pasar el control llegué a la oficina de Registro y esperé a que el público se fuese.  En cuanto me vio, el funcionario en cuestión puso una hoja de reclamaciones ante mis narices:

 

--¡Tenga, póngame la reclamación!

 

--Eso es una cuestión que me va a permitir que la decida yo.  Déme mi recibo.

 

--¡Pues no se lo doy!

 

--¡¿Cómoooo?! ¿Dónde está su jefe?

 

--¡En el primer piso a la derecha!— Esta vez estaba verdaderamente alterado.

 

Ni corta ni perezosa eché a correr escaleras arriba cuando oigo la voz de la cancerbero:

 

--¡Oiga, que no se puede subir por ahí, que además no hay nadie!

 

--Pues estoy buscando al jefe del Registro.

 

En eso aparece un señor que lo había estado mirando todo y se presentó como tal jefe, preguntándome qué deseaba.  Le conté que su subordinado vulneraba la ley 30/92 del Procedimiento Administrativo, que obliga a la Administración a entregar recibo de lo que se presenta por Registro. Todavía él se atrevió a decirme que debería haber  traído yo una copia.   Tras mi indignada argumentación de que no podía tener copia de algo que había escrito allí mismo y que no pudieron fotocopiarme al no tener fotocopiadora le contesté que la ley preveía las dos formas, es decir, que o lleva el ciudadano la copia y se la sellan, o le dan un recibo.  Todo esto lo dije sin gritar, pero con un tono vivamente exasperado.  Entonces, el hombre dijo:

 

--¡Cálmese, cálmese.  No se preocupe. Voy a ver lo que puedo hacer.

 

El pobre Rafael contemplaba la escena con humor.  Mientras, el funcionario de marras salió, entró en otra dependencia, me miró desafiante, yo le devolví la mirada igualmente desafiante y volvió a entrar en su cubil.  A los cinco minutos salió su jefe portando el famoso recibo.  Supongo que un día de estos recibiré alguna contestación del organismo de Consumo y Turismo de la Junta de Andalucía.  Espero que hagan una inspección en el sistema de reclamaciones del Patronato de la Cueva de Nerja, y en la cueva, por el bien general.

 

Aún no se habían acabado las sorpresas aquel día, pues al salir de la Consejería de Justicia (o mejor,¿de injusticia?) recibí una llamada de Cristina, que me dijo que había hablado con sus padres (que viven en Granada, claro) y que ellos querían conocernos y pasearnos por la ciudad.  Nosotros nos quedamos pasmados y un poco indecisos porque aunque habíamos oído hablar a Cristina de sus padres, nos parecía un poco atrevido por nuestra parte molestarles.  Cristina dijo que nada de eso y me pidió permiso para darle a su madre mi teléfono.  

 

Ipso facto recibí una llamada de la madre de Cristina que se presentó con toda naturalidad y dijo que como no tenían ninguna otra cosa que hacer nos enseñarían lo que quisiéramos de Granada, encantados.  Quedamos para las doce menos cinco (la hora la puso Teresa) en la Puerta de Elvira.

 

El nombre de Elvira es una corrupción de Ilbyr, el nombre de la primera ciudad ibera, que fue más tarde la Iliberis romana y que dio origen a la actual ciudad de Granada.  La puerta de Elvira es un arco que formaba parte de la muralla por donde se entraba a la ciudad.  Se encuentra en pleno centro, por lo que llegamos enseguida, un poco antes de la hora.  En efecto, a las doce menos cinco vimos llegar a un señora cuyo parecido con Cristina no ofrecía ninguna duda. Incluso llevaba una camiseta pintada por mi amiga, que es una artista en el arte de pintar ropa.   Enseguida se presentó y disculpó a su marido, que vendría enseguida, pues había tenido que ir al Gobierno Militar, que estaba cerca.

 

Teresa nos pareció una mujer muy simpática y juvenil, que aunque es de Zaragoza, vive en Granada desde hace muchos años.  Nos contó que en su época de juventud perteneció a un grupo de Coros y Danzas con el cual viajó a Estados Unidos durante varios meses, y por la época en que esto ocurrió, nos dimos cuenta de que poco faltó para que coincidiera con Rafael en los barcos. Antonio Alemparte es coronel del Ejército en la reserva, pero no ha dejado nunca de estar activo, pues se dedica a la investigación en historia militar, y constantemente publica libros y artículos en revistas profesionales.  Habla varios idiomas, entre ellos el ruso y es un conversador incansable.  Llegó a los pocos minutos y después de las presentaciones nos sentimos tan cómodos como si les conociéramos de siempre.  Se proponían guiarnos por los lugares que aún no habíamos visto y nosotros aprovechamos para pedirles que nos llevaran al Albaycín y al Sacromonte. 

 

Subiendo las calles que conducían a la parte alta de la ciudad nos deteníamos a admirar los cármenes, viviendas con patio y jardín que son típicas de Granada, hasta llegar al Mirador de San Nicolás, que es desde donde se aprecia la mejor vista de Granada.  Justo enfrente, separado por el valle del Darro se encuentran los palacios de la Alhambra, a tan poca distancia que parece que podrían tocarse extendiendo el brazo.  A poca distancia de allí se halla la Mezquita, de la cual sólo pudimos ver los jardines y asomarnos a la puerta, pues había un guardián que lo impedía.

 

Conforme subíamos íbamos contándonos cosas, como suele hacer la gente que acaba de conocerse.  Al decirme Antonio que había nacido en Leiro (Ourense) yo le contesté que ese era el pueblo de mi padre:

 

--Pero en Leiro, ¿en qué parroquia?

 

--En Lebosende—dijo él.

 

--¡…!

 

--¡…!

 

--¡Lo que faltaba!-- Como diría mi cuñado el francés.

 

Resulta que Cristina y yo tenemos raíces comunes…

 

Nos detuvimos en un carmen porque Antonio quería saludar a los propietarios, amigos suyos, y de paso para que pudiéramos verlo.  Nosotros le objetamos que la hora no era muy apropiada para presentarse en una casa donde no nos conocían, pero Antonio dijo que eran amigos de toda confianza.  Sin pensarlo dos veces llamó a la puerta y salió su amigo Juan, que nos recibió encantado.    Después de presentarnos nos hizo subir a una terraza llena de flores (incluso había en medio un árbol que atravesaba otra terraza que había más arriba).  También desde allí se veía la Alhambra

 

Nuestro anfitrión es un pintor bastante bohemio y manitas, pues hace de todo: restauración de objetos, puertas, artesonados, etc.  Está casado con una alemana, Helga, que ya es una auténtica granadina que habla  español con acento andaluz.  Además habla otras muchas lenguas, pues es profesora de Traducción e Interpretación en la Universidad de Granada.  Precisamente acababa de llegar de Turkmenistán, pues está aprendiendo turkmeno.  En seguida sacaron a la mesa toda clase de aperitivos y cervezas y entre comer y charlar nos dieron las siete de la tarde.

 

Cuando nos despedimos de Juan y Helga todavía el sol caía a plomo sobre nosotros, que aún queríamos ver el Sacromonte.  Aprovechábamos cada sombra para desplazarnos por la zona.  Las cuevas estaban cerradas, pero se oían la música y los cantes de los gitanos que ensayaban para los espectáculos nocturnos.  Fuimos bajando por la Cuesta del Chapiz, que es un paseo que no hay que dejar de ver si se va a Granada, más estrecho todavía que el Paseo de los Tristes.  Después nos acompañaron hasta el Realejo, donde paramos en un supermercado para comprar huesos blancos que Teresa les mandaba a sus hijas que viven en Nigrán, aprovechando nuestro viaje, pues aquí no se encuentran. Se trata de huesos de cerdo sin carne, salados, que se usan en Andalucía para toda clase de caldos y sopas. Como yo no los conocía, me regaló un kilo.  Doy fe de que puse uno en la sopa y que salió muy rica.

 

Fue estupendo contar con semejantes guías en Granada.  Creo que esta situación es lo que mi cuñado Gerardo, llama tener infraestructura

 

Tras despedirnos de nuestros nuevos amigos fuimos a descansar un poco a La Corrala y después de hacer las maletas salimos a despedirnos de Granada.  Como no, fuimos a la Plaza Nueva y nos sentamos en la terraza de Torres Bermejas, que está al lado de la Real Chancillería.  Nos tomamos las últimas cervezas acompañadas de medio kilo de boquerones fritos.

 

            ¡Adiós, Granada!!

 

            Al día siguiente salimos para Toledo.

 

En el viaje fuimos hablando de las maravillas de Granada.  Nos había impresionado su gente, tan simpática.  Aunque el calor apretaba, las mujeres musulmanas que van vestidas a la europea, llevan el velo, y eso que muchas son cristianas casadas con magrebíes, según supimos.  Sólo se me ocurre, para terminar, evocar las palabras del poeta:

 

            Dale limosna mujer, que no hay en la vida nada, como ser ciego en Granada.

             

            Entramos en Toledo al mediodía, después de hacer algunos kilómetros de más, pues nos perdimos y tuvimos que ir hasta Aranjuez.  El hotel Pintor el Greco, que se halla en la judería mayor, cerca de la Casa Del Greco, resultó muy cómodo y bonito.  Después de acomodarnos fuimos a comer a un sitio cercano y después a dormir, dado que con el calor no se podía hacer otra cosa.

 

            A media tarde salimos y como era día de Santiago, buscamos una iglesia donde oir misa.  Tuvimos suerte que en Santo Tomé acababa de empezar.  El templo es del siglo XIV, a cuya reconstrucción contribuyó el Señor de Orgaz. Precisamente allí se guarda en una sala especial el cuadro del Greco que representa su entierro.  Por desgracia, no pudimos verlo.

 

            Aunque en tan poco tiempo no se puede ver gran cosa, dimos un paseo admirando las calles de Toledo, que reflejaban las reminiscencias árabes y judías de la ciudad.  De pronto se nota el parecido con Granada y con el resto de Andalucía, e incluso con Mallorca. No es de extrañar que seamos tan distintos los españoles, con tantas culturas diferentes.

 

            Nos sentamos en una terracita y pronto nos dimos cuenta de que había que ir a pedir y servirse si queríamos tomar algo fresco.  Eso sí, las tapas eran abundantes y ya nos sirvieron de cena.

 

            Contemplamos Toledo con el Tajo a sus pies, a la luz de la luna.  Después nos fuimos a dormir, que al día siguiente teníamos camino que andar hasta Galicia.

 

            Vigo, siete de septiembre de 2007.

 

 

 

 

 

  © MARÍA DOLORES CUÑA LOEDA


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OPINIONESGRANADA, TIERRA SOñADA

  •  MARATON escribi el 25/11/2008:
  • - !Bravo María Dolores! Me rindo a tus arrestos. He visitado varias veces estas tierras y opino que aparte de algunos funcionarios... sus gentes son encantadoras. Voy a insertar un corto escrito de mi pasada visita por Semana Santa. En lo que no estoy de acuerdo es en lo referente a Nerja... vista una, vistas todas! Te puedo decir que este verano he visitado una de las más famosas de Alemania y comparado con la de Nerja... eran un "corralito" Imagino que no habrán contestado a tu reclamación. Un cordial saludo


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