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Nick: HELIOGOBALO

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 ESLOVAQUIA(IV) MARTINS

 Escribe el relato: julio

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Nasdrovia, repetimos todos mientras entrechocamos los vasos, antes de terminar de un trago con el chupito de licor casero al que nos han invitado los dueños de la casa nada más llegar tal y como marca la tradición eslovaca

Las 5 parejas, tres formadas por eslovaca-eslovaco, otra por eslovaca-peruano y la última por peruana -español, estamos sentados alrededor de la gran mesa de madera, en el cenador de una cabaña perdida en medio de uno de los bosques que cubren los montes que rodean la ciudad de Martins, cerca de la frontera eslovaca polaca y la lluvia, fina, casi imperceptible hace que desde los árboles que nos rodean llegue un aroma fresco a pino y resina.

La noche transcurre placida entre botellas de vino y chupitos de un licor de cerezas que hace artesanalmente uno de nuestros anfitriones. Para evitar que el alcohol se nos suba definitivamente a la cabeza picamos un poco de un queso eslovaco que tiene una forma curiosa. Es como si fuese espagueti, pero en lugar de llevar harina y huevo, está hecho únicamente con leche de vaca y además tiene la particularidad de que puede ser deshilachado en pequeñas hebras.

La conversación según avanza la tarde y van cayendo las botellas de vino se va animando, y es interrumpida cada vez más frecuentemente por grandes risotadas, chistes y chascarrillos. O lo que yo imagino que son chistes y chascarrillos, ya que pese a nuestros intentos Adri y yo sólo conocemos 5 palabras de eslovaco, ya sabes - hola, cerveza, gracias, vino, sí- así que realmente la mayoría de las veces, nos limitamos a unirnos a las risas generales, chocar las copas con el resto de los presentes y a charlar entre nosotros. De vez en cuando Carlos, primo de Adri y que vive en Eslovaquia desde hace lo menos 30 años, nos traduce un chiste o un fragmento de la conversación, especialmente gracioso, para que también podamos ser partícipes de la felicidad del grupo y no nos sintamos del todo excluidos.

Mirlo, un hombre de unos sesenta y tantos años y nuestro anfitrión, abre otra botella de vino -aquí debo reconocer que este hombre ha subido a lo más alto de mi panteón de héroes, ya que ha construido y levantado la cabaña y el cenador donde nos encontramos con sus propias manos. Dibujando los planos, cavando los cimientos, talando los árboles, serrándolos en tablones, puliéndolos y cepillándolos, colocándolos en su sitio… -  y me hace un gesto. Le acerco la copa y me la llena. ¿Quién dijo que el vino no acercaba a las personas? miro alrededor de la mesa donde estamos sentados, observo los rostros de las personas algunas de las cuales acabo de conocer, me fijo en sus gestos, siento en sus risas y pese a no entender el idioma también en sus palabras como se va acentuando el efecto del alcohol. Me sorprende especialmente una de las personas, un hombre que un par de horas antes y mientras estábamos cenando, steak tartar y cervezas, en un bar de moteros de la ciudad. Ya sabéis; matriculas en las paredes, bancos de madera, reproducciones de indians, camisetas de los ángeles del infierno locales y algunos bustos de Lenin y Stalin, rechazó tomarse un par de jarras de cerveza ya que según nos dijo acababa de salir de una enfermedad coronaria, y que ahora, se trasegaba chupito tras chupito como si el vodka fuese bueno para el corazón y se lo hubiese recetado su médico.

Tengo ganas de ir al baño, pero debido a que la cabaña solo tiene un pozo negro, no todo es perfecto, y que por ese motivo el baño de la misma sólo puede ser utilizado por las mujeres, debo hacerlo en el bosque, entre los árboles. Así que me levanto de la mesa y con la linterna del móvil alumbrando para evitar tropezarme con las raíces en la oscuridad o, lo que es peor con un oso, me dirijo hacia algún punto del bosque lo suficientemente discreto para mis labores. No me alejo mucho. Caigo en la cuenta de lo oscuro que es un bosque en la noche.  Me detengo junto a un abedul y debajo de un abeto. Cae una ligera llovizna que apenas me moja. Hace años que no orinaba a la intemperie y hace que me sienta casi en comunión con la naturaleza o puede también que la pequeña euforia sea efecto de la borrachera que comienzo a tener. Desde donde estoy oigo las risas que vienen del cenador. Despacio y aliviado, regreso al grupo.

La conversación y las risas parecen seguir en el mismo punto en la que la deje momentos antes. Se abren más botellas de vino eslovaco, que se vacían a la misma velocidad, igualmente corren el licor de cerezas y el vodka, o es ¿la vodka?  Caen también un par de riojas, que hemos llevado como obsequio. Descubro qué en la intimidad de sus casas, con sus amigos, en un ambiente relajado, los eslovacos son gente afable, risueña y divertida y son algo menos secos y adustos de lo que parecen a la luz del día.

Lo que está claro es que para esta gente una cosa es la libertad y otra el libertinaje, al fin y al cabo, han sido criados en el comunismo más ortodoxo, y pese a que es viernes por la noche y mañana no se madruga no deben ser más de las 11 de la noche cuando se da la fiesta por finalizada. Nos despedimos de algunas de las personas con las que hemos compartido noche y que pese a lo bebido tienen que regresar en coche a la ciudad y nos dirigimos hacia la cabaña para dormir, antes de entrar y siguiendo la costumbre eslovaca debemos descalzarnos, dejando nuestro calzado a la entrada. Amablemente nuestros anfitriones nos han cedido a Adri y a mí su habitación. Un detalle que, descubriré luego, resulta ser un regalo envenenado. La habitación se encuentra en la parte superior de la cabaña, a la que se asciende por una pequeña pero empinada escalerilla, también de madera. Ellos dormirán en la sala que hay en la parte de abajo, delante del baño. Reconozco que no recuerdo como me metí en la cama….

Me despierta una sensación incomoda. Siento que la vejiga me va a explotar producto sin duda de la ingesta de vino unas horas antes. Miro el reloj, son la una y cuarto de la madrugada, afino el oído y oigo como afuera la lluvia sigue cayendo suavemente. No seas gilipollas, me digo a mi mismo, no escuches la lluvia, si oyes el agua más ganas de ir al servicio te van a entrar y ya sabes que debes salir al bosque. Intento abstraerme del sonido del agua y volver a dormirme. Lo consigo a medias, paso la noche en una especie de duermevela, despertándome varias veces más durante la noche y con la incomodidad en mi costado cada vez más acuciante. A las cinco y media de la mañana mi vejiga dice basta, o salgo a la intemperie o me lo hago encima y no es plan de mojar la cama, que encima no es la mía, a mi edad. Una tenue luz entra por el ventanuco permitiéndome adivinar dónde está la puerta.   Despacio me levanto y abriendo la puerta, me dirijo hacia la pequeña escalera. Intento no hacer mucho ruido para no despertar a las personas que están durmiendo en las camas esparcidas por la otra habitación, pero siguiendo esa desconocida ley que dice que mientras más esfuerzos hagas por no hacer ruido más estruendo levantas, resulta imposible, cada ligera pisada sobre el suelo de madera hace que crujan los tablones de una manera que no pensaba que fuera posible y el descender  por los peldaños de la escalera, hace que cada uno de los 8 malditos escalones parezca una pequeña sinfonía  de chirridos, rechinos  y pequeños ruidos que en el silencio de la noche se intensifican o por lo menos a mí me lo parece hasta llenar toda la habitación.

Pero lo que de verdad me preocupa mientras bajo la escalera, lo verdaderamente importante es que la puerta de entrada y que da al bosque no esté cerrada. Pongo mi mano en el pomo y afortunadamente cuando giro el picaporte la puerta se abre y lo que es más increíble aun, sin hacer casi nada de ruido.  Me calzo unas zapatillas, que sabiamente están puestas a la entrada de la cabaña y me dirijo al bosque. Ha dejado de llover y la hierba, las flores y el bosque desprenden un aroma a fresco que me vivifican. Me sorprende la cantidad de luz que hay a mediados de septiembre y a unas horas tan tempraneras.  No me alejo apenas de la casa, total no hay nadie viéndome y en el fondo me da igual, y me paro junto a unas flores ¿lilos? delante de unas setas blancas que se convierten en objeto de mi puntería.  Nada más terminar aprovecho, según dicen la mejor luz es a primera o a última hora del día, para hacer unas fotos de la cabaña y del bosque ya que cuando llegamos ayer ya había anochecido.

Cuando vuelvo a la cama ya sin preocuparme del ruido, y como si estuviésemos sincronizados, es el turno de Adri de ir al baño, pero claro ella no tiene que salir al bosque. Oigo como, siguiendo la desconocida ley, anda por la habitación y baja las escaleras. Al rato la siento de nuevo cuando se mete en la cama. Nos despertaremos un par de horas después oliendo el café recién hecho y con los rumores de la conversación que viene de la cocina.

Cuando nos sentamos a la mesa, nos está esperando otro chupito de licor, esto ya no sé si es también tradición o que nuestros anfitriones nos han calado. Además de más queso, hay café y tostadas que aún están calientes que acompañamos con unas ricas mermeladas caseras, huevos fritos, beicon y pimientos verdes recién cogidos de la huerta también hay media cebolla cruda, compruebo aliviado que entre los platos no hay ningún revuelto de setas.  

Al poco, el característico sonido de un pájaro carpintero nos despide mientras nos dirigimos al coche para comenzar nuestra excursión.


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