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Nick: HELIOGOBALO

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 LUANDA V (ANGOLA)

 Escribe el relato: julio

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Estamos parados en medio del típico atasco Luandes, justo encima de un pequeño puente que en algún momento sirvió para salvar un pequeño riachuelo pero que ahora solo sirve para qué los vecinos tiren la basura al cauce seco del rio y para que bajen a jugar entre ella un montón de críos. Miro por la ventana del coche, el barrio por el que pasamos es indistinguible de casi cualquier otro barrio de Luanda. Aceras inexistentes o destrozadas donde los árboles crecen en cualquier dirección y, de cualquier manera, edificios de tres o cuatro plantas con fachadas de cristal opaco que en su interior ocultan hoteles baratos o gimnasios, humildes casas bajas de ladrillo de la época colonial con tejados a dos aguas, que se mezclan sin orden con chabolas hechas de adobe, excrementos y techos de uralita.

Hay un batiburrillo de negocios. Tiendas de alimentación, de electrodomésticos, de recambios de automóviles, de vestidos de novia con los vestidos expuestos en escaparates en la segunda planta, locutorios y cibercafés repletos de adolescentes. No faltan los riachuelos de agua sucia corriendo por las calles. La calzada está repleta de vendedores callejeros: de móviles, de periódicos, de gafas, de joyas, de comida… que venden su mercancía entre los coches parados. Hay también carretilleros sentados en las aceras junto a sus carretillas construidas por ellos mismos con madera y un viejo neumático de coche esperando que alguien les contrate, niños jugando a la salida del colegio, mujeres haciendo la compra que llevan en una bolsa colocada elegantemente encima de su cabeza mientras que a la espalda en un hatillo llevan a su bebé, vendedores de comida que se prepara directamente en un pequeño fuego sobre la acera.

A nuestro lado una imponente motocicleta de la policía, intenta abrir paso por medio de su estridente sirena a un potente todoterreno oscuro con las lunas tintadas que pertenece al gobierno. Con envidia vemos como el coche avanza hasta perderse atasco adelante. Lentamente avanzamos nosotros también y poco a poco dejamos atrás la ciudad hasta que por fin llegamos a nuestro destino, la carretera que lleva al sur y que conduce a la reserva de Quissama y al pequeño pueblo turístico de Cabo Ledo.

 Pero no nos dirigimos a ninguno de esos pequeños oasis, sino que nos quedamos bastantes kilómetros antes, justo al llegar al desvío que lleva al embarcadero para Cabo Ledo dejamos la carretera y tras una pequeña vuelta por el aparcamiento buscando sitio, aparcamos el coche debajo de la raquítica sombra de un árbol.

Nos dirigimos al pequeño museo de la esclavitud. El museo es gratuito y al ser viernes, está lleno de excursiones escolares. En Angola los viernes son los días que los colegios aprovechan para hacer excursiones y visitas a los museos. Los pequeños están más preocupados de corretear y jugar entre ellos que de atender a las indicaciones de los profesores que les piden inútilmente que vuelvan a la fila y se comporten bien. Subimos por una escalinata compuesta de tres tramos de escaleras hasta el pequeño edificio de dos plantas y de color blanco conocido como la “Capela da Casa Grande” la Capilla de la Casa Grande y que sirve de sede al museo. A ambos lados de la puerta, hay unos cañones portugueses pertenecientes al rey Felipe III de España junto a una pila bautismal, donde eran bautizados los esclavos antes de emprender su largo y triste viaje hacia el otro lado del Atlántico y junto a ella unos grandes calderos donde el esclavista dueño del recinto se bañaba, mientras disfrutaba de una espectacular vista de la bahía.

Entramos al museo, justo a la vez que un grupo de unos treinta niños, ahora sí todos en silencio y atentos a las explicaciones de su profesora. En las vitrinas, hay reproducciones de los barcos que conducían a estos desgraciados desde África a los mercados europeos y a las plantaciones de toda América. Aprendo que el nombre de estos barcos en portugués era el de “tumbeiro” por el elevado número de muertes que se producían a bordo. También hay expuestos grilletes y cadenas con los que los esclavos eran atados para evitar su huida. Me entero de los castigos, palizas, latigazos, amputaciones de miembros a los más rebeldes, a los que eran sometidos los cautivos que intentaban huir. Leo los paneles donde explican cómo los portugueses compraban esas personas a los reyes de los pequeños reinos del interior de Angola y los conducían por el rio Kwanza hasta la costa. Me entero que más de 14 millones de personas salieron a la fuerza de Angola, con destino a Lisboa, Massachusetts, Bahía o Lima. Soy el único blanco, Adri a estos efectos no entra como blanca, ella ni siquiera es blanca, que hay en ese momento en el museo y quizás por ello siento el peso de ese crimen sobre mi conciencia, y por unos instantes siento vergüenza y vuelvo a ser consciente de mis privilegios y que de algún modo mi riqueza, mi bienestar y mi forma de vida tuvieron aquí su origen y de alguna forma me siento culpable.

 
Estos sentimientos me llevan a recordar otro lugar donde sentí lo mismo. Me acuerdo de la visita a la zona de Chincha en el Perú, concretamente a la hacienda San José, una antigua hacienda esclavista y como en los sótanos de techo bajo que imposibilitaban que una persona de estatura normal pudiese estar de pie, aún estaban incrustadas en la pared las argollas donde ataban a los esclavos, y que eran llevados a la hacienda recién desembarcados en las playas por medio de túneles para evitar que esos desgraciados pudieran orientarse y hacer así más difícil su huida. Mi mente es un torbellino, se me cruzan también las imágenes de los quilombos que visitamos en Brasil, esas tierras liberadas, donde los esclavos huidos, los cimarrones, encontraban refugio y ya libres poder ser dueños de su propio destino. Siento como si se cerrase un círculo. Miro a mi alrededor, y me pregunto que pensaran esos niños que están tomando apuntes de lo que les cuenta su maestra, que imágenes se les cruzaran por su cabeza y puedo comprender el motivo por el cual algunos niños pequeños cuando te cruzas con ellos por la calle te miran con cara de miedo.

Salimos del museo al sol de la tarde, rodeados de niños que una vez liberados de la lección, gritan, ríen y se desparraman por el patio corriendo en todas las direcciones. Antes de volver a Luanda, damos una vuelta por la minúscula librería del museo y por el mercadillo de artesanías que hay al lado del aparcamiento.  

Más tarde en casa, durante la cena, charlaremos sobre el museo y su exposición.


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