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Nick: HELIOGOBALO

Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.

 DONDO

 Escribe el relato: julio

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Pese a ser domingo, nos hemos levantado temprano, Adri y yo vamos a acompañar al grupo a una actividad que van a realizar en la vecina ciudad de Dondo, distante unos ciento diez kilómetros de N’dalatando y capital de la vecina provincia de Kwanza Sur. Estoy en el baño terminando de quitarme de los ojos los últimos retazos de sueño cuando miro por la ventana. Veo las familiares colinas que rodean la ciudad recortándose contra el cielo oscuro, aún es noche cerrada, a las cuales la niebla y el humo que sale de las humildes casas que se extienden por la falda de las mismas les da cierta apariencia de fragilidad.

A la hora convenida vemos desde la ventana como la camioneta aparca delante de la casa. Salimos y nos introducimos en el vehículo. Dentro ya están Pedro y  Wilsa que son los encargados de dar el taller, al volante Johnny nuestro conductor. Nos saludamos y tras atarnos el cinturón de seguridad nos ponemos en marcha. Pese a lo temprano de la hora las calles de N’dalatando están llenas de gente y los negocios a pie de calle; colmados, talleres de recauchutados, sastrerías y peluquerías están comenzando a abrir.  Al poco nos incorporamos a la carretera general, la que lleva a Luanda. Me sorprendo un poco, ya que la recordaba en mejor estado de lo que está. Me sonaba una carretera bien asfaltada, con amplios arcenes y la realidad es que es una carretera de firme irregular y llena de baches. 

Paramos para tomar un café y comprar alguna tontería para desayunar en la gasolinera que hay justo a la salida de la ciudad, poco después del gran arco que da la bienvenida a los viajeros que vienen desde Luanda. Con mi vaso de café en la mano salgo del pequeño edificio a mirar el espectáculo. Si hay pocas dudas que los atardeceres de Madrid son de los mejores del mundo, tampoco se puede discutir que los amaneceres de África y concretamente el amanecer que estoy contemplando merece la misma distinción. El sol comienza a asomar por encima de la selva que nos rodea y el cielo se llena con lenguas y jirones de un sinfín de amarillos y rojos en todos sus matices haciendo que parezca que el bosque está ardiendo. Incluso los pájaros parecen reaccionar y llenan con sus cantos todo el aire.

Un kilómetro después tomamos un desvío a la izquierda y dejando la via principal cogemos una secundaria que nos llevará directamente a Dondo. El viaje transcurre en silencio y voy viendo el paisaje. La carretera discurre entre la foresta y compruebo como la temporada seca, el cazimbo, está quedando atrás. El arbolado seco, marrón y algo deprimente que había hace 15 días está dando paso a un festival de verdes, de brotes que afloran de la tierra, de flores que llenan cada metro de vida. De vez en cuando vemos pequeños claros en la selva que se han transformado, mediación humana mediante, en pequeños huertos y donde siempre hay personas trabajando la tierra. Pasamos por delante de minúsculos poblados formados por cinco o seis cabañas hechas de madera y cañas en los que las mujeres están batiendo mandioca en sus alargados morteros, para hacer funge la base de la alimentación angolana, delante de la puerta de sus casas y los niños corren apresurados camino del colegio.  Hay tablones colocados cerca de la carretera llenos de papayas, mangos, tomates que los agricultores confían en vender a los viajeros.

Siguiendo el perfil del suelo poco a poco la carretera se va inclinando y según ganamos altura vuelve aparecer la niebla que se va haciendo más y más densa. Los jirones de niebla que curiosamente parecen surgir del suelo se enredan en las ramas y lianas, en troncos y hojas haciendo que todas las formas y volúmenes se difuminen bajo su color lechoso. Reducimos la velocidad y circulamos muy despacio ya que no vemos más allá del morro del coche. Debido a la niebla y a la altura la temperatura ha bajado e incluso dentro del coche sentimos algo de frio. Tras un repecho la niebla se disipa un poco y vemos como la carretera comienza a descender. Según descendemos y se aclara la niebla vamos cogiendo velocidad de nuevo y el paisaje se va mostrando de nuevo ante nuestros ojos. Al final se impone la luminosa claridad del sol africano en un cielo sin nubes y no solo es la niebla la que desaparece, sino que pareciese que no pudiese existir la una sin la otra y la selva también lo hace dejando paso a la sabana.

Avanzamos ahora deprisa por el llano con la sola compañía del rio Lambaca que discurre plácidamente a nuestra derecha. Es un rio ancho y caudaloso al que tributa el rio Kwanza. Entre risas le explicamos a Wilsa lo que son los afluentes, aunque ella tozuda no acaba de creérselo. Vemos pequeños incendios aquí y allá provocados por los agricultores para conseguir algo de terreno cultivable y al fondo del todo una cadena montañosa. La carretera tiene un firme irregular y lleno de baches. A sus lados se muestran los inevitables restos de camiones calcinados, cajas reventadas y herrumbrosos esqueletos de coche estrellados, hasta ahora hemos visto más de estos pecios terrestres que vehículos circulando. Nos cruzamos con un hombre que, con una carretilla llena de tierra, una pala y un montón de esfuerzos intenta rellenar los baches. Su salario se lo proporcionan la buena voluntad de los viajeros. Tras parar y hablar unos minutos con él, nos despedimos y le damos un billete de 50 Kz.

Vemos a lo lejos un pueblo grande y según nos acercamos el coche se va llenando de un olor nauseabundo, o por lo menos a mí me lo parece. Al llegar vemos que hay mercadillo y los puestos se extienden interminables a ambos lados de la carretera. El asfalto se llena de gente que despreocupadamente cruza de un lado a otro, que va de un puesto a otro. Circulamos despacio. El olor es cada vez más y más intenso. Al final consigo adivinar de dónde sale el olor. Es de un puesto que parece que está asando algún tipo de carne y que tiene delante una cola de potenciales clientes. Me fijo que a un lado del fuego tiene una pila de lo que desde la distancia parecen pequeños cuerpos humanos carbonizados, y cuando llegamos a su lado veo que en el fuego hay dos cuerpos más encima de las brasas. Pregunto a mis compañeros, aunque debo confesar que mi reacción fue un más pero qué coño es eso en lugar de ¡oh! mira una curiosidad antropológica. Me dicen que lo que está en el fuego y los cuerpos apilados son monos y que son un manjar exquisito, me consultan si quiero que paremos y nos acercamos a verlos más de cerca. Niego con la cabeza y seguimos nuestro camino.

Poco a poco dejamos el pueblo atrás, abro la ventanilla para que el aire fresco se lleve el olor a carne quemada y me recomponga un poco el estómago. A los laterales de la carretera de vez en cuando nos cruzamos con mujeres que sentadas detrás de sus inestables puestecillos, hechos de madera. venden de todo y cuando digo de todo es de todo, desde legumbres y mandioca a cervatillos aun palpitantes, gallinas sin cabeza y huevos de serpiente. También claro nos cruzamos con los enigmáticos caminantes que no pueden faltar en ninguna carretera Angolana.

                                                                  II

Entramos en Dondo y compruebo que es una ciudad perfectamente intercambiable por N’dalatando. Las mismas casas coloniales que muestran sus heridas de batallas pasadas en muros y puertas, las mismas pequeñas casas construidas en adobe, las mismas tiendas miserables, la misma estatua de la reina Njinga en su trono, la misma fina arena de color rojizo que todo lo tiñe. Tras callejear un poco llegamos al instituto donde nuestros compañeros tienen que hacer la actividad. Es un instituto nuevo y grande que da a un gran patio donde destaca un árbol solitario. Después de ayudarles con el material que van a necesitar nos despedimos de ellos y Adri, Johnny y yo, nos dirigimos a hacer turismo. Nuestro objetivo es visitar una fábrica que está en las afueras de la ciudad y en la que se produce la cerveza EKA, la marca que más nos gusta.  Tras callejear un poco una gran pintura en el muro nos indica que hemos llegado.

 

El guardia de la puerta nos mira sorprendido, creo que es la primera vez que alguien solicita ver el proceso de fabricación de la cerveza. Le vemos llamando a alguien, que posiblemente le manda a hablar con otra persona, que le deriva a una tercera.  Al cabo de unos minutos de incertidumbre vemos como alguien sale del interior del gran edificio de oficinas que hay detrás de la garita de entrada y se dirige hacia nosotros. Tras charlar unos minutos y confirmarle que lo único que queremos hacer es una visita turística para ver como se produce la cerveza y, aunque no se le confesamos, con la esperanza de hacer una cata de la misma nos deja pasar y nos indica donde aparcar. Aparcamos a un lado de una estatua multicolor realizada por un artista local que representa a una palanca negra, el animal que es el símbolo nacional, y que junto a otra escultura que hay a la entrada de un hotel camino de las cataratas de Kalandula, serán las únicas veces que haya visto a este mítico animal.

 

Acompañamos a la persona que nos permitió pasar junto al guardia de seguridad por laberinticos e interminables pasillos no muy anchos y de paredes pintadas en color crema que dan una sensación de abandono y frialdad, sensación que la escasa luz no hace más que acentuar.  A ambos lados se abren despachos vacíos y oscuros, donde se vislumbran mesas de formica y armarios metálicos. Por fin llegamos al despacho del que se presenta como el gerente de la fábrica. Es un despacho amplio y sobriamente amueblado donde una gran mesa que ocupa casi todo el espacio, soporta el escaso peso de un monitor de ordenador, aunque muy bien iluminado por unas grandes cristaleras que se abren a un bonito jardín y sobre todo con un aire acondicionado que hace que se te olvide el calor de fuera.  El hombre nos sonríe mientras nos ofrece la mano y nos pregunta que queremos. Miro donde podemos sentarnos, pero la única silla, que en realidad es una buena silla de escritorio, está ocupado por el gerente. Así que de pie volvemos a contar nuestro deseo de visitar la fábrica y observar el proceso de producción. No niego que le peloteamos un poco y le decimos que la EKA es una de las mejores cervezas que nunca hemos probado. Mientras hablamos con él por lo ventanales observo el pequeño drama que la naturaleza nos tenía preparado y veo en el jardín a un gato que lleva entre sus fauces a uno de los inmensos lagartos que abundan por aquí. Amablemente nos contesta que, aunque no es una petición muy común, estaría encantado de ofrecernos una visita pero que al ser domingo no hay nadie que nos pueda guiar, y claro que no nos puede dejar solos por el complejo ya que podríamos perdernos, pero que si volvemos mañana el mismo nos hará la visita. Con otro apretón de manos nos despedimos del hombre que no ha dejado de sonreír en ningún momento. Todos sabemos que no vamos a volver.

 

De vuelta al colegio, aparcamos a la sombra del árbol solitario y nos dirigimos a una roulotte cercana para mitigar el calor y tomar una cerveza que como no puede ser de otra forma es una EKA, al pagar notamos que es más barata aún que en N’dalatando. No sé quién comenta que como se fabrica en la ciudad es tradición que se venda más barata. No la hemos terminado cuando vemos salir a nuestros compañeros de la actividad. Así que apuramos la cerveza y nos acercamos para ayudar a recoger e ir a comer.

 

Nos hemos sentado a la sombra de unos árboles en unos de los merenderos que hay cerca de la orilla del rio Lambaca. Pedimos unas cervezas, salvo Johnny que al tener que conducir pide una Coca-cola, una ensalada y la especialidad del merendero que no es otro que pescado del mismo rio a la brasa. Me fijo en el rio donde un grupo de mujeres están lavando cazuelas y platos en la orilla y unas canoas que lo cruzan lentamente. Nos traen las cervezas y la ensalada, a la vez que un cajón lleno de brasas y una parrilla que depositan en el suelo al lado de nuestros pies. Encima de la parrilla ponen los pescados y los comienzan a cocinar delante nuestro. El aire se llena con el humo que sueltan las decenas de parillas de los distintos merenderos. Observo que todas las mesas están llenas, son sitios populares y hoy es domingo. Hay turistas, familias que vienen a pasar el día, vecinos de pueblos cercanos. Me sirven el pescado que he elegido y pido un poco de piri-piri, la picante salsa angolana que acompaña con todo. El pescado está excelente, cocinado en su punto exacto y no tiene demasiadas espinas y la comida transcurre entre risas, conversaciones triviales y alguna cerveza más. Al terminar nos acercamos a un pequeño café cercano y terminamos de pasar la tarde antes de tener que volver.

 

El viaje de regreso transcurre tranquilo, hasta que paramos en uno de los puestecillos que de vez en cuando hay a los lados de la carretera ya que Wilsa quiere comprar unos huevos de serpiente para su abuela. Miro la mercancía expuesta, hay serpientes expuestas en todas sus posibilidades: secas y abiertas por la mitad, en forma de huevo envueltos aun en sus tejidos membranosos y metidos en frascos de cristal, frescas y troceadas listas para asar y comer, en su forma más descarnada o sea en esqueletos, para compensar también hay distintas hierbas que se ofrecen como medicinales. Como si estuviese oculto esperándonos de los matorrales sale un niño que escopeta al hombro nos ofrece un gran gato montés que acaba de cazar. Wilsa habla con una de las vendedoras sobre las propiedades de los huevos que sirven para curar casi todas las enfermedades que puede sufrir una mujer de la edad de su abuela. Miro la transacción y escucho la conversación entre horrorizado y fascinado. Hablo con Adri que comparte mis sentimientos.

 

Reanudamos el viaje con un tarro lleno de huevos de serpiente en el regazo de Wilsa, no pasa mucho tiempo cuando paramos de nuevo. Ahora es Pedro el que quiere comprar para la cena una Paca, un roedor gigante de pelo corto, duro y muy denso, que un cazador lleva colgada de su cinturón. Esta vez solo él baja del coche y habla con el hombre, al poco veo como Pedro de nuevo se sienta a mi lado con una bolsa azul que deposita en el suelo de donde sobresale la cola del bicho. Mientras Pedro nos cuenta como va a preparar el guiso que va a hacer, primero hay que despellejar al animal, luego sacarle la sangre y despiezarlo para posteriormente sofreírlo y guisarlo con judías y verduras, y al que muy amablemente nos invita, llegamos a la colina y la carretera nuevamente comienza a ascender.

 

Nos introducimos de nuevo en la selva, donde aún quedan vestigios de la niebla matinal o quizás sea niebla nueva que se está formando con la caída del sol, vemos los mismos huertos que esta mañana, aunque ahora ya no se ve a nadie trabajando en ellos. Las pequeñas aldeas se ven ahora tranquilas y sin el ajetreo de las primeras horas. Nos colocamos detrás de una camioneta que lleva a personas en la caja que van de pie sujetándose unos a otros entre unos grandes bultos. Avanzamos despacio buscando la oportunidad de adelantarles. Johnny deja algo de distancia entre nosotros y la camioneta. Medida que se mostrará más que oportuna ya que poco después la caja de la camioneta se desprende y bultos y personas caen a la carretera delante nuestro. Tras un volantazo y un frenazo brusco, paramos a un lado de la carretera. Nos bajamos del coche y tras recuperarnos del susto nos acercamos para ver si alguien ha resultado herido. Afortunadamente solo son golpes sin importancia y pequeñas magulladuras. Peor lo han llevado un par de docenas de huevos que ahora lucen espachurrados en el asfalto. Tras reponernos del susto emprendemos de nuevo la marcha. Ya ha oscurecido cuando llegamos a la gasolinera y el arco que marca el inicio de N’dalatando. Poco después estamos abriendo la puerta de nuestra casa listos para darnos una ducha y prepararnos para descansar.


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