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Nick: HELIOGOBALO

Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.

 NEW YORK, NEW YORK (I)

 Escribe el relato: julio

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La ciudad nos recibe con lluvia. Llueve sin parar. Llueve como si el dios cruel, iracundo y vengativo del antiguo testamento quisiese nuevamente cobrarse agravios y faltas cometidas hacia Él. Los altos edificios se pierden entre las nubes pareciendo inacabados y es como si la realidad se dividiese en dos, la que vivimos la gente de a pie y la que viven las personas que trabajan entre las nubes.

Tras dejar las cosas en nuestro hotel, estratégicamente situado muy cerca a la estación de tren, salimos a la calle. Una calle llena de charcos y en la que pareciera que en cualquier momento fuese a aparecer Gene Kelly. Como si fueran setas, con la lluvia la calle se ha llenado de vendedores, que salidos de no sé sabe dónde venden junto a la boca del metro paraguas a un dólar, compramos dos. Andar por la calle con paraguas no es sencillo, miles de personas intentan circular también con su paraguas y es difícil no tropezar y no solo hay que evitar perder un ojo además hay que tener cuidado de no acercarse mucho a la calzada, se corre el riesgo de que los vehículos que circulan a toda velocidad te empapen al pasar por encima de alguna de las pequeñas lagunas que se han formado. Sigue jarreando como si ni hubiese mañana. Las nubes negras y bajas parecen anunciar que el día no tiene pinta de mejorar. Así que decidimos que será nuestro día cultural e ir al MOMA y pasar el día allí resguardados mientras afuera pasa el temporal. Cogemos un autobús que nos deja muy cerca del museo. Casi no tenemos que andar, pero, aun así, acabamos con los bajos de los pantalones empapados, Compramos nuestra entrada y con ella nos dan un plástico para guardar nuestro paraguas y que no gotee por las salas.

El museo es un edificio grande, muy grande que curiosamente me da la impresión de ser más grande por dentro que por fuera. Hay colecciones de pintura, de antropología, de escultura, paseamos despacio por las distintas salas y comenzamos a ver esos cuadros que antes sólo habíamos visto con anterioridad en libros y documentales o directamente no sabíamos que existían y así disfrutamos de Picasso y sus “Señoritas de Avignon”, de Monet y sus “Nenúfares”, nos detenemos delante la famosa “Noche estrellada” de Van Gogh, nos admiramos ante “La persistencia de la memoria” de Dali. Pasamos sin interrupción de Joan Miro a Frida Khalo y claro nos introducimos en el mundo de los pintores americanos como Hopper, Jasper Jhons, Warhol, sí las famosas sopas Campbell están ahí colgadas, justo delante nuestro, o Pollock, nos sorprendemos ante esa pequeña maravilla surrealista que es el “Imperio de las luces” de Magrite. Dentro del museo las horas pasan sin hacerse notar y sin darnos cuentas hemos pasado cerca de seis horas en sus pasillos. Agotados y con el cerebro incapaz de diferenciar entre dos tonalidades más de magenta o de admirar una pincelada más decidimos volver al hotel. Cuando salimos a la calle el aguacero ha disminuido, y las nubes exhaustas sólo dejan caer unas gotas dispersas. En ese instante nuestro estomago toma el lugar del cerebro y reclama atención. Es cuando nos damos cuenta que salvo los donuts del tren no hemos comido nada. Nos acercamos a un vendedor callejero y compramos unos “pretzels”, ¡nuestra primera comida neoyorquina!, que nos sirven de tentempié. Comemos con hambre y despacio nos dirigimos a la parada del bus que nos devolverá al hotel.

El día amanece tranquilo y soleado, sin rastro de las nubes de ayer. Así que aun sin esperar noticias del cuervo y de ni siquiera la de una paloma con una rama de olivo en el pico decidimos salir a la calle sin paraguas. Reconozcamos que ir con paraguas es un engorro. Tampoco se oye el piar de los humildes gorriones apagado por el incesante runrún de los vehículos. La CIUDAD, sí en mayúsculas, se nos ofrece abierta, babilónica, dispuesta a complacernos. Salimos del hotel y nos confundimos con la masa ingente de personas que recorre la Quinta Avenida. Andamos rodeados de acentos y colores diversos, de toda la hermosa e increíble diversidad humana. Lo admito, me siento un poco como Paco Martinez Soria, en "La ciudad no es para mí”. No hago más que mirar hacia arriba asombrándome de la altura de los edificios. Todo me llama la atención, todo me causa admiración. No solo son los rascacielos más conocidos de la ciudad el Empire State Building foto, el edificio Chrysler foto, sino que cualquier inmueble supera con holgura los cien metros de altura, todos los bloques se diferencian de los demás, ya sea por un detalle arquitectónico, ya sea por las banderas que adornan muchas de las fachadas, ya sea por la forma de sus ventanas. Nos paramos para hacer fotos a un carrito que vende perritos calientes, muy ricos sólo acompañados de pepinillos y mostaza, charlamos un minuto con el vendedor que resulta ser es un chico de Costa Rica que vino a estudiar empresariales y se quedó de inmigrante ilegal. Pasamos el día deambulando sin rumbo fijo, caminando por calles cien veces vistas en las películas y aun así totalmente nuevas a nuestra mirada. Son calles llenas de vida, rebosantes de gente que va y viene con prisa, de comercios que anuncian rebajas y descuentos en sus escaparates. Oímos decenas de idiomas distintos, acentos de los cinco continentes. Nos paramos delante del escaparate de Tiffanys y por unos instantes nos transmutamos en Audry Herburn y George Pepper, foto. Nos cruzamos con el típico camión de bomberos rojo y de letras brillantes, foto. Captamos retazos de conversaciones que se desarrollan en cualquier idioma que se pueda hablar. De un momento a otro espero cruzarme con un taxi pintado de amarillo y marca Checker modelo de 1961 conducido por Robert de Niro diciéndome “Are you talking to me". Vemos la típica boca de incendios pintada de rojo, foto. Nos fotografiamos delante de los neones del Radio City Music Hall. Iconos todos de una ciudad que rebosa de ellos.

Esta anocheciendo y es fácil llegar a Times Square incluso sin saber muy bien donde está. Solo tienes que seguir el resplandor que ilumina las calles. Según te vas acercando notas como la claridad se va incrementando. Al entrar en la plaza y aunque en el cielo no hay más que oscuridad, es como estar a plena luz del día. Un día artificial formado por el destello que emiten los cientos de anuncios luminosos, de leds y neones, que literalmente ocultan los edificios tras un muro de solida luminosidad. Es deslumbrante, es una sensación extraña, es como si te duchases en luz. Nos paramos debajo del letrero que constantemente está mostrando noticias y que se desplazan por las paredes del edificio. Más allá en un anuncio de tonalidades claras que ocupa la mitad de otro edificio la marca Nike anuncia el lanzamiento de su última novedad en calzado deportivo. Hay un reclamo del cuerpo de marines, buscando que te alistes. Hay decenas de anuncios luminosos más, desde cotizaciones bursátiles a anuncios de estrenos de películas y obras de teatro. Todo te incita a consumir, a comprar. La información entra por los ojos y se pega a tu cerebro. Después de estar un rato más paseando y mirando algunos luminosos más, salimos de la plaza y nos dirigimos a nuestro verdadero destino, el cercano Club B.B. King, concretamente a la sala Lucille. La entrada es gratis. Ya en el bar un camarero vestido como si fuera el maestro de ceremonias de un cabaret, nos sirve unas cervezas que surgen de unos grifos en forma de saxo. Poco a poco la gente empieza a animarse, alguien de público se levanta pilla una guitarra eléctrica y se sube al escenario, otro le imita y coge un saxo, al dúo se une una mujer que toca el bajo. Pronto disfrutáramos de una jazz sessión memorable, la gente sale a la pista y comienza a bailar. Nosotros les imitamos, bailamos un buen rato, me acerco a la barra y pido dos cervezas más. Estamos a seis cuadras de nuestro hotel y la noche es joven….

Otro día, otro paseo. Ese podría ser nuestro lema. Paseamos sin rumbo por la ciudad y nos encontramos frente al conocido como “Flat building” o “Flatiron, building” o Fuller Buiding”, joder no está mal tres nombres para el mismo edificio. en un parquecillo donde todos los jueves se celebra un mercadillo de productos agroecológicos.Y hoy casualidades de la vida es jueves, así que consumidores concienciados que somos curioseamos tranquilamente entre los distintos puestecillos. Hay cervezas artesanas, quesos, frutas ecológicas y carnes de reses de buena crianza, todos ellos producidos, elaborados y distribuidos por productores locales. Compramos un frasco de sirope de Arce, que en ese momento aún no sabemos qué uso le daremos y unas manzanas que nos comeremos en el transcurso del día. Nuestro paseo por las delicias que ofrecen las granjas del valle del rio Hudson se ve interrumpido por un estruendo. Los Neoyorquinos de a pie no parecen inmutarse, nosotros como buenos turistas nos acercamos a la calzada. Por la calle empiezan a desfilar personas de edades diversas y cualquier sexo vestidas de blanco y rojo. Miramos los carteles que llevan, intentando averiguar que reclaman.  Vemos que las personas pertenecen al grupo religioso o secta peligrosa, según a quien hagas caso, de los falun gong y protestan contra su persecución por parte del gobierno chino. A continuación, y sin interrupción, empiezan a desfilar y nunca mejor dicho, gente vestida de militar. Profusión de banderas con la barras y estrellas, diversidad de uniformes, la gente que participa saluda a los curiosos que nos apiñamos en la acera, Nos enteramos que hoy además de ser jueves de mercadillo es también el día del veterano, y cientos de ellos pasan ante nuestros ojos. Entre los participantes muchas sillas de ruedas, muchas muletas y muchas prótesis. El desfile termina tan sorpresivamente como comenzó. Vagabundeamos un poco más por las calles, de repente vemos una camioneta blanca con un ataúd en la caja. Una gran pancarta colgada de los laterales dice que el hombre va a buscar el cuerpo de su hijo muerto en Irak. Es la segunda vez que vemos algo así contando al que vimos en Boston. Es la continuación o el reverso de esas películas bélicas americanas que terminan en un cementerio de cuidado césped con una banda tocando algún himno y una guardia de honor disparando salvas mientras un general, entrega a la apesadumbrada pero entera esposa/madre/compañera o hija  una bandera primorosamente doblada con una medalla encima. Pero no, la triste realidad de la guerra es un padre que solo en su camioneta va a buscar el cuerpo de su hijo para llevarlo de vuelta a casa.

Es nuestra tercera noche en la ciudad y de nuevo vamos al bar que se ha convertido en tan poco tiempo en  nuestro favorito, el sitio se llama “The Fence”, es un local situado en una esquina cerca del comienzo del barrio chino, no sabemos muy bien porque nos ha gustado, quizás sea por los conciertos, dos,  que hemos disfrutado desde nuestra primera vez, grupos de rock, sonido potente de guitarras y batería, quizás sea que la cerveza esta buena y no es cara, o el ambiente alegre, desenfadado y no demasiado juvenil, así que efectivamente no sabemos el motivo pero para hacernos aún más cómoda la estancia el camarero nos ve sentados y sin preguntarnos nos pone dos cervezas delante nuestro, en el que ya podemos decir que es nuestro sitio en la barra. El grupo que toca hoy no nos gusta especialmente así que tomamos un par de cervezas más y decidimos volver caminando al hotel. Hace buena noche pese a la ligera lluvia y andamos por unas calles tranquilas, de edificios de ladrillo con escaleras rematadas por barandillas que llevan hasta la acera. Entre dos edificios descubrimos un pequeño huerto urbano, lo miramos durante un instante intentando adivinar lo que hay plantado y después seguimos nuestro camino hacia el hotel.


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